Investigar la conducta humana no es tarea fácil. Consideren la conocida complejidad de nuestro cerebro, provisto de billones de interconexiones neuronales. Aquí no cabe la simplicidad matemática del «uno más uno son dos». Para complicar el escenario, valoren cómo afecta el comportamiento individual al entorno más próximo. No encontrarán otra función del organismo que incida, en mayor medida, tanto en el ámbito personal como en el colectivo. Por eso sorprende que todavía se pongan trabas al avance científico en este campo.

Voy al caso. Un equipo de psicólogos de la Universidad de Huelva pretendía evaluar la eficacia de un nuevo tratamiento para disminuir la violencia. El estudio venía realizándose en dos prisiones de Andalucía hasta que el Ministerio del Interior y el Defensor del Pueblo han coincidido en llevárselo por delante, a pesar de contar con todos los criterios habituales en este tipo de trabajos científicos. Supongo que la decisión de las autoridades estará guiada por loables intenciones, aunque se percibe cierto tufillo a moralidad victoriana. Ya es extraño que el «ombudsman» salga en defensa de la Administración y apoye su retirada. Aún es más llamativo el argumento utilizado para frenar la investigación: alegan que, en su condición de privados de libertad, los participantes tenían limitada su voluntad. Antes que dar su brazo a torcer, prefieren asumir que los presos españoles tienen coaccionada su capacidad de decidir. Un reconocimiento implícito -aunque, obviamente, dudoso- de que se están violando los derechos humanos en las cárceles españolas. Si así fuera, ya tardan en respetarlos.

Descubrir este tipo de tratamientos es materia de indudable interés social y científico, aunque también una patata caliente que no parece ser del agrado de los meapilas de turno. De nada ha servido la aceptación informada y voluntaria de cada uno de los 41 participantes, ni la aprobación previa de un Comité Ético universitario. Tampoco los antecedentes de múltiples estudios realizados en población penitenciaria, dirigidos a probar la eficacia de tratamientos en distintas enfermedades y que, sin embargo, nunca tuvieron objeción alguna para su desarrollo. Parece que no hay problema alguno cuando se trata de estudiar el efecto de medicamentos contra la tuberculosis o la hepatitis C. Así debe ser, pero el asunto se tuerce si es cuestión de investigar sobre la mente. Esa es otra historia.

Si el tratamiento consistiera en dar la murga con una soflama moralizadora, es seguro que no habría existido oposición alguna. De hecho, aún hay almas cándidas que confían en que la mente humana cambia con tanta facilidad. Sin embargo, el método era bien distinto. Se denomina Estimulación Transcraneal por Corriente Directa (tDCS por su abreviatura en inglés) o, lo que viene a ser lo mismo, la administración de una corriente eléctrica de muy baja intensidad. Ojo, nada que ver con la también eficaz Terapia Electroconvulsiva -el mal llamado «electroshock»-, ni con introducir electrodos dentro del cerebro, como han insinuado algunos malintencionados. Apenas una corriente casi indetectable y aplicada sobre el cuero cabelludo. Es fácil suponer que aquí se encuentra el punto clave del conflicto. Supongo que, eso de utilizar la electricidad, debe dar mucha grima a quienes no saben de qué va esta vaina.

Lejos de tratarse de una barrabasada, la neuroestimulación por tDCS dispone de reconocida eficacia en el tratamiento de diversas enfermedades. Pregunten a quienes se benefician de sus efectos en la rehabilitación de las secuelas producidas por infartos y trombosis cerebrales. Tampoco estaría de más que los poderes públicos consideraran que hablamos de una terapia aprobada por la Unión Europea para algunas patologías psiquiátricas, como la depresión. Por mucho que siga sonando mal eso de poner una pila conectada al pellejo de la cabeza -porque de eso se trata-, el método es eficaz y nada cruento. Sepan que, con apenas nueve voltios, pueden producirse cambios significativos en el cerebro sin riesgo alguno para la salud. Otra cosa es cómo lo entendamos y, ante la duda, mejor harían en preguntar a quienes pueden aclarar las dudas. Cualquier decisión será menos lesiva que la de obstaculizar el conocimiento.

La medida de suspender la investigación ha producido perplejidad entre muchos científicos. Desde la presidencia del Comité de Bioética de España se recordaba que el estudio cumple con los requerimientos éticos exigibles a este tipo de estudios. También existen múltiples antecedentes que avalan los potenciales beneficios del tratamiento aplicado y la ausencia de efectos secundarios. Por otra parte, no sería tan incorrecta la investigación cuando sus resultados iniciales han sido recientemente publicados en Neuroscience, una revista científica de reconocido prestigio internacional. Solo el desconocimiento y el temor a las reacciones de ciertos colectivos parece justificar la postura timorata de gobierno y defensoría pública. Algo habrá influido la posición contraria de quienes, con cierto ramalazo inquisidor, se han permitido catalogar la terapia como «invasiva», confundiendo churras con merinas. Una vez más, el desconocimiento se une a ese «bienquedismo» tan propio de la política española. Así no se apoya a la ciencia. En absoluto.

El bloqueo de la investigación del equipo de la Universidad de Huelva, constituye un nuevo ejemplo más de la colisión entre las creencias personales y la ciencia. Las primeras son subjetivas e igualmente condicionadas por la falta de conocimientos; la visión científica, por el contrario, nace de la más descarada objetividad. Si somos incapaces de clarificar una situación tan limitada como la sucedida en las cárceles andaluzas, no es de extrañar que sea imposible llegar a un acuerdo sobre temas sanitarios de mayor confrontación social. Sin ir más lejos, ahí seguimos con las asignaturas pendientes del aborto, la eutanasia, el consumo de drogas o las terapias genéticas. Mientras la ideología prime sobre la evidencia científica, no esperen acuerdo alguno.

En fin, parece que Torquemada está de vuelta. O nunca se fue, quién sabe.