The Good Fight (La buena lucha), disponible en Movistar, se ha convertido en una fuente de referencia sobre la vida política americana. La serie, tan pegada a la actualidad como un diario, relata el día a día de un bufete de abogados en Chicago durante la era Trump. Máquinas de votar alteradas, grupos neonazis amenazando en las puertas de los colegios electorales, comandos de resistencia demócratas, noticias falsas, escándalos sexuales, injerencia rusa, presiones del movimiento #MeToo. Es como ver un telediario en el que unos actores representaran las noticias, lo que hace años se bautizó como docudrama.

En la misma línea, este mismo año se estrenaba en HBO la película Brexit: Una guerra incivil. Es la historia de cómo el estratega y asesor político Dominic Cummings consiguió crear en los británicos la necesidad imperiosa de abandonar la Unión Europea. La película cuenta con minucioso detalle cómo se crearon los slogans precisos, se cocinaron millones de datos, se utilizaron técnicas de consumo, se diseñaron mensajes personalizados, se moldearon las mentes de la mayoría de los británicos para decidir: «Yes, we leave». La pasión por las series sobre la nueva política empezó con el siglo. Primero fue El ala oeste de la Casa Blanca (1999- 2006), que cuenta los entresijos de la administración de un presiente demócrata. Luego la danesa The Borgen (2013), que tanto entusiasma a Pablo Iglesias. Y continuó son la aclamada House of Cards (2013-2018), sobre la maldad política como una de las bellas artes.

Las series -las películas ahora menos, con excepciones como El reino y Vice- son motivo de conversación entre políticos, e incluso de imitación. Son muchos los que ven en strong>Iván Redondo, el superasesor de Sánchez, un personaje salido de las series, que incluso toma sus ideas de las tramas de las series. En España, que desde 2015 vivimos en una continua campaña electoral, ha crecido de forma espectacular el interés por la política y de paso por las series políticas. Es un fenómeno similar al de la devoción de los periodistas por las películas que cuentan la vida en su profesión. ¿Cómo no le va a interesar a un político verse reflejado en una película? ¿Jugar a ver quién de su partido se parece más al maquiavélico Frank Underwood o a la activista progre Diane Lockhart? Como casi siempre pasa, al final apenas distinguimos entre realidad o ficción.

Nosotros, los españoles, tan motivados políticamente -no hay más que ver la pasión desatada en las redes o la alta participación-, empezamos a ver en nuestras vidas fatídicos y preocupantes síntomas que hasta ahora solo habíamos visto en la televisión. Por ejemplo, en mi «time line» (muro) de Twitter no paran de entrar tuits de Vox. Cosa extraña, porque sobre el papel en esa sucesión de mensajes solo deberían aparecer aquellos procedentes de cuentas que yo sigo, y yo no sigo a Vox. Claro que estamos ante el partido que a día de hoy mejor maneja las redes. Les habrá enseñado Steve Bannon, quien ya ayudó a Trump a ganar las elecciones. De hecho, es la única formación política que desprecia abiertamente a los medios tradicionales, veta a periodistas en sus actos y alardea de que para nada necesita a la prensa. Ya se comunica directamente con sus electores a través de las redes sociales.

Otro ejemplo. Nunca habíamos visto en un debate televisado, con millones de espectadores, a un presidente de gobierno exhibir un documento que presuntamente demostraba una caza de brujas contra la violencia de género en Andalucía. El documento resultó falso, pero da igual, el presidente ni se molestó en desmentirlo. Como falsas resultaron infinidad de noticias que han quedado grabadas en la mente de los votantes. Nunca se cerró la planta de un hospital público para atender a los hijos de Pablo Iglesias e Irene Montero. No existe una foto de Albert Rivera haciendo el saludo nazi. El abuelo de Sánchez no fue ni falangista ni sanguinario. Pablo Casado nunca llamó vagos a los que cobran el salario mínimo. En The Good Fight hay un momento en que un grupo de activistas demócratas debate si es lícito hackear en favor de su partido las llamadas máquinas de votar. La primera reacción es escandalizarse. La segunda, preguntarse cómo compensar los 200.000 votos que se calcula que Trump ha conseguido de forma fraudulenta. Y, la tercera, concluir que es lo justo, que se trata de corregir un resultado desvirtuado. Es el momento en que se cruza el límite y los demócratas acaban por ser iguales que Trump y sus asesores. Al votante le queda la sensación de que lo que decide unas elecciones no es su voto, sino el partido que contrate al ingeniero más hábil.