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Opinión

Tardes sin amigos

Como ciertas criaturas desamparadas que esperan eternamente en una puerta a que el ser que aman y del que dependen salgan del súper o del bar, F.O. es un joven con enfermedad mental que vive en un banco junto al geriátrico de su madre. En un estremecedor reportaje publicado ayer aquí, Pino Alberola también contaba que F.O. come de lo que le dan los ancianos y que lleva un año esperando sin éxito plaza en algún centro. No hay lugar para él en el paraíso. Tampoco tardes con los amigos, ni fines de semana junto al mar, ni atardeceres en las montañas, ni noches de baile tarareando una canción favorita, ni emails que escondan algún rostro estimado, ni un lugar donde ser encontrado. A este chico, que pasa los días sentado en un banco, la vida nunca le fue bien y ahora le ha fallado quien antes era su único apoyo económico, su madre, vencida a su vez por la masacre imparable del tiempo. El caso de F. O. no es único: hay otras 60 personas con enfermedad mental que necesitan entrar de forma urgente en alguna residencia de una provincia que apenas cuenta con este tipo de plazas.

Durante los últimos trescientos años, desde la Ilustración y la Revolución Francesa, mucha gente se dejó la vida y la sangre para que el Estado les entregara a gente como F.O. y su madre dignidad en la desdicha. Por eso, los dos deberían ser grandes protagonistas indiscutibles de esta campaña electoral: pensemos en ellos cuando escuchemos a esas fuerzas políticas que preconizan mágicas bajadas de impuestos que recorten aún más las prestaciones sociales públicas para que F.O. se quede ya siempre a vivir en su banco y allí moleste lo menos posible. La peor política es la que nace de la más absoluta carencia de ética, con cantos de sirena que en teoría alivian de presión fiscal los bolsillos de las clases medias y en la práctica crucifican cualquier atisbo de solidaridad y justicia en esta sociedad.

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