La primavera romana llega antes. Así que decidimos disfrutar la Fiesta del Trabajo y la de la Comunidad de Madrid en la Ciudad Eterna, llena de raíces europeas. Tomamos un vuelo de bajo coste, gracias al Acuerdo de Cielos Abiertos que la UE y Estados Unidos firmaron en 2007 para liberalizar el tráfico aéreo. Y si hubiésemos sufrido overbooking, supresión del vuelo o retrasos de más de tres horas sabíamos que seríamos indemnizados, según los Derechos de los Pasajeros, aprobados por el Parlamento Europeo y el Consejo de Ministros de la UE, en 2004.

Viajamos como si fuéramos a cualquier ciudad española; ni pasaportes ni controles aduaneros porque Italia y nuestro país forman parte del Espacio Schengen, el acuerdo que lleva el nombre del pueblo luxemburgués, entre Alemania y Francia, donde la mayoría de los Estados miembros, en 1985, decidieron suprimir poco a poco sus fronteras interiores. Hoy, son 26 las naciones adheridas, algunas, incluso, fuera de la UE como Noruega, Islandia o Suiza.

No fue necesario cambiar dinero. Junto con 17 países más, España e Italia forman la Eurozona, creada en 1999. La pertenencia al euro y las políticas del Banco Central Europeo ayudaron a salir de la grave crisis de deuda soberana, iniciada en 2008 con la Gran Recesión. El presidente del BCE, el italiano Mario Draghi, salvó también el euro de los ataques que venían del Atlántico. Y ahora, cuando hay atisbos de desaceleración a nivel mundial, ha decidido seguir con sus estímulos para fortalecer la economía europea.

Al llegar al Aeropuerto de Fuimicino, usar nuestros móviles era igualmente como si siguiéramos en casa. El año pasado, el Parlamento de Estrasburgo aprobó el fin de la itinerancia o «roaming» que elevaba considerablemente el precio de las llamadas y la utilización de datos entre distintos países. El 112, teléfono de emergencia en la Unión Europea, y la posibilidad de que los gobiernos nos alerten a través de este número en situaciones catastróficas son otro reflejo de la integración comunitaria al servicio de los ciudadanos.

Aunque no era el caso, porque en Roma hay sendas embajadas españolas, ante la Santa Sede y la República italiana, nos acordamos de que la UE también protege si nos desplazamos a territorios donde no haya representación diplomática de nuestro país de origen. Si es necesario, podemos solicitar la asistencia de cualquier Estado de la Unión que cuente con consulado o embajada en aquel confín del mundo.

Junto al río Tíber, emerge la monumental Corte de Casación. Imposible no mencionar entonces la influencia del Tribunal de Justicia de la Unión Europea sobre sentencias nacionales en materia de derechos fundamentales: la doctrina procedente de Luxemburgo, del pasado marzo, que lleva a jueces a no permitir desahucios por el impago de un mes de la hipoteca o la de diciembre de 2016 que sentenció que la banca debe devolver lo cobrado por aplicación de cláusulas suelo hipotecarias opacas.

Y si no queremos recurrir a la vía judicial y no estamos conformes con la actuación de alguna institución de Bruselas podemos acudir al Defensor del Pueblo Europeo. O si hay que llamar la atención sobre la violación de derechos de ciudadanos comunitarios cometida por un Estado miembro, autoridad local u otra entidad presentaremos una queja a la Comisión de Peticiones de la Eurocámara.

En Roma se respiraba un aire limpio y fresco, no sólo por la proximidad del mar y sus esbeltos pinos, sino por la normativa de la Unión que desde la década de los setenta empezó a limitar los contaminantes dispersados en la atmósfera. En Madrid, por ejemplo, estamos acostumbrados a que cuando las emisiones de gases son elevadas, se reduzca la circulación y la velocidad de los vehículos.

Aprovechamos nuestras vacaciones romanas para ver a un sobrino que estudia allí un curso de su carrera con una beca Erasmus; el programa que impulsó el comisario español Manuel Marín para «fortalecer la dimensión europea de la enseñanza superior y fomentar el reconocimiento académico de los estudios en toda la Unión». Nada más llegar, Julio recibió clases de italiano para facilitar su integración, dispone de la Tarjeta Sanitaria Europea y puede entrar gratis a numerosos museos y monumentos de la bellísima Italia.

También visitamos a amigos españoles que viven en la capital y se preparaban para votar en las elecciones europeas que se celebrarán entre el 23 y el 26 de este mes. Desde 1992, por el Tratado de Maastricht, además de nuestra nacionalidad, tenemos la europea. Si residimos en un país comunitario distinto al nuestro, nos permite elegir a los representantes municipales y a presentar nuestra candidatura en comicios locales. Iguales derechos para las elecciones al Parlamento Europeo. En ambos casos, habrá que cumplir con los requisitos de inscripción en los respectivos censos.

En la ciudad imperial, subimos con gran respeto la rampa escalonada de la Colina Capitolina. Allí, en el Palacio Senatorio se firmó el 25 de marzo de 1957, el Tratado de Roma, origen de la UE. La entonces Comunidad Económica Europea nació con vocación de paz para impedir que los enfrentamientos bélicos volvieran al Viejo Continente. Y para mejorar el desarrollo de los seis países fundadores y «establecer los fundamentos de una unión más estrecha de los pueblos de Europa». Pero vemos lejanas las guerras y, sobre todo, los jóvenes olvidan que la UE recibió el Nobel de la Paz en 2012.

Por eso, a estas elecciones podemos ir como consumidores felices que damos por hecho nuestro bienestar o como ciudadanos conscientes de que necesitamos una Europa unida y fuerte. Porque mantener el nivel de vida y los derechos y libertades de las democracias europeas no está garantizado. Solos no podemos hacer frente a desafíos globales como los incumplimientos y osadías de Donald Trump -¡y eso que es nuestro principal aliado!-, el autoritarismo de la vecina Rusia, el poderío de los gigantes tecnológicos o el cambio climático.

Las cicatrices de la crisis económica, las migraciones que van a seguir por el crecimiento de la población africana, el terrorismo yijadista y la propagación masiva de bulos y desinformación han creado el caldo de cultivo para populismos y nacionalismos. El desnortado proceso del Brexit, el jurásico independentismo catalán y la coalición de dos partidos xenófobos -La Liga y el Movimiento Cinco Estrellas- que gobierna Italia son unas muestras.

Por primera vez, los partidos euroescépticos pueden aumentar su presencia en el Parlamento Europeo. Los hay de izquierda y de derecha, pero todos coinciden en un objetivo: destruir la integración comunitaria. Por eso, si piensas en el futuro de tus hijos y tus nietos vota por una Europa relevante en la escena internacional, impulsada por ciudadanos comprometidos, para que podamos acometer las reformas que la UE necesita.