«¡Ah si todo pudiera

comenzar otra vez

de un solo golpe de una

sola palabra!»

(José Agustín Goytisolo, 1977)

En la primavera del 2006, después de una dolorosa y traumática ruptura sentimental (para ambas partes), metí algunas pertenencias en mi bolsa de viaje y me fui a Turquía. Ya tenía previsto realizar este viaje, pero los recientes acontecimientos aportaron un halo de tristeza y pesadumbre que me acompañó durante todo el viaje.

Un año antes había recorrido Grecia buscando las raíces europeas en cada uno de los templos y paisajes que me encontré. Había implorado, a las puertas del Oráculo de Delfos, que mis sueños se cumplieran. Tumbado al atardecer en el interior del templo de la isla de Egina con las piedras todavía calientes, traté de escuchar la voz de algún Dios griego contándome los secretos de la vida. Cuando estuve sentado en un banco del puerto de Vathy, la población más importante de Ítaca, tuve la sensación de haber regresado a mi hogar, a algún hogar. Sin embargo, mientras viajaba por Grecia me di cuenta de que aquel viaje solo podría terminar conociendo Troya, verdadera cuna de la civilización de Europa, porque en ella se desarrolló la más contada primero y leída después guerra de todos los tiempos. Destruida la ciudad que a pesar de haber sido el faro de un tiempo remoto continuó expandiendo su luz durante generaciones: Homero escribió su historia casi quinientos años después de que se produjese el asedio a la ciudad de Troya por los griegos y la llamó La Ilíada. Más allá de la dificultad que supone leer este libro y cuya complejidad radica en que los lectores actuales pertenecen a un mundo completamente distinto, lo esencial de La Ilíada es que en sus páginas se encuentra el origen de Europa, su historia y en cierta manera su presente. Todo aquel que la haya leído se ha identificado con uno de sus personajes y, en la intimidad de su lectura, se ha imaginado a sí mismo siendo protagonista de sus páginas metiéndose en la piel de alguno de sus personajes que hablan como si los dioses lo hiciesen por ellos.

Para llegar a Troya me subí a una pequeña furgoneta acondicionada como autobús en la cercana ciudad de Canakkale, donde estuve un par de días. Cuando llegas a Troya hay que dejar que tu imaginación se mezcle con todas tus lecturas pasadas de la antigua Grecia y de Troya. Resulta difícil caminar de un lado a otro, observando los restos de las murallas de la época aproximada en que ocurrieron los hechos sobre los que se inspiró Homero, y no emocionarse a cada paso que se da. Al fondo, la bahía donde el ejército aqueo desembarcó la mayor flota de barcos que se haya dado nunca y al lado de la muralla donde nos encontramos una gran llanura en la que se desarrollaron los conocidos combates de guerreros con nombres que tres mil años después seguimos admirando. Sobre la veracidad o no de lo que cuenta Homero hay teorías para todos los gustos. Yo me quedo con la de Heródoto, historiador griego que, aunque vivió ochocientos años después de la guerra de Troya afirmaba la veracidad de los hechos en una época en la que los relatos pasaban de una generación a otra de manera oral.

Pero como podrá entenderse por lo que he dicho al principio, aquel viaje a Turquía fue muy diferente a otros. En mi recorrido por dos tercios del país me detuve varios días en la zona central de Turquía que se conoce como la Capadocia. Alquilé una moto de trail con la que anduve de un lado a otro, visitando cuevas abandonadas y ciudades construidas bajo tierra. Uno de esos días detuve la moto cerca de un acantilado y me senté en el suelo con la espalda apoyada en una roca. Mi futuro no era muy halagüeño. Para ser más exactos no existía. De un plumazo había desaparecido y la idea de tener que volver a inventarme una vida, como ya había hecho otras veces, me parecía algo absolutamente insoportable. Siempre cambiando de ciudad y de casa y ahora, ante la realidad de volver a empezar, tenía la sensación de que si trataba de tocar algo terminaría desvaneciéndose entre mis manos. En alguna parte, de pequeño, había perdido el libro de instrucciones de la vida. Recuperarlo era imposible. De ahí los errores y el no haber sabido pelear cuando debí hacerlo.

Sabía dónde estaba. En mitad de la nada rodeado por un paisaje lunar con decenas de rocas con forma de chimenea y una extraña luz color marrón que se reflejaba en las montañas que perfilaban la carretera. En España me esperaba un trabajo miserable rodeado de envidiosos. La historia de mi vida, una vez más. Pero sabía dónde estaba, repito. Y aunque todo lo que tenía que hacer era arrancar la moto y seguir por la carretera vacía que tenía ante mí, en realidad no sabía adónde ir ni qué hacer.