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Albañales e infancia

Cuando escucho la expresión «cloacas del Estado» me quedo ensimismado, imaginando el interior de esas alcantarillas por las que corre una masa de líquido parduzco sobre la que flota, a veces, un pedazo sólido de material fecal. No de la materia fecal que producen las viviendas de los ciudadanos normales, sino de esa otra que es el resultado de la digestión de las comisiones ilegales, por ejemplo, y que llega al subsuelo desde los cuartos de baño de los despachos ministeriales. Lo de «cloacas del Estado» es una metáfora, desde luego. No existen como tal, de manera tangible, pero el sintagma goza de buena salud desde que Felipe González, en la antigüedad, dijera aquello de que la democracia también se defendía en las cloacas. González tenía esta virtud de dotar a las palabras de una materialidad de la que habitualmente carecen. Pocos oradores son capaces de esta hazaña.

Cloacas del Estado, pues.

Las cloacas, por alargar la figura retórica, presuponen unos intestinos productores de excrementos y unas tuberías por las que descienden en dirección a la mar, que es el morir. Estas tuberías no siempre están bien selladas, de modo que por sus junturas escapa parte de la materia de la que pretendíamos deshacernos, lo que constituye un feo espectáculo para los ciudadanos ingenuos. Toda institución tiene cloacas como todo el mundo tiene aparato intestinal. La naturaleza de las ratas que habitan en las del Estado es metafórica también. Significa que no son ratas literales, con sus hocicos afilados, sus bigotes y su larga cola, recorrida por vasos sanguíneos termorreguladores. Esto era lo que de pequeño más me impresionaba de las ratas: que tuvieran una cola termorreguladora. Lo leí en el prospecto de un veneno muy usado en la época.

Cuando escucho la expresión «cloacas del Estado» no puedo evitar precipitarme en un abismo de literalidad. Sé racionalmente que se trata de una metáfora, pero sentimentalmente lo ignoro. De ahí que en mi cabeza aparezcan colectores, albañales, sentinas y desagües físicos, como aquellos que durante mi infancia permanecían al descubierto en muchos barrios de Madrid. Hasta me llega el mal olor característico de las alcantarillas de verdad.

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