En un mundo perfecto, los políticos serían unas personas absolutamente sinceras, que admitirían sus errores sin aplicarles paños calientes y que pedirían disculpas a la ciudadanía por sus meteduras de pata. En caso de sufrir una fuerte derrota electoral, los líderes de un partido comparecerían ante la opinión pública con frases que la gente corriente pronunciamos con total normalidad en diversos momentos de nuestras vidas: «lo sentimos por nuestros electores, pero la verdad es que nos hemos equivocado de candidato. Fulanito es un auténtico tonto del haba, incapaz de hacer la o con un canuto», «¿para qué vamos a engañarnos?, nuestro programa electoral era una castaña infumable; daba risa sólo de leerlo» o «con las burradas que hemos estado diciendo estos días en los mítines, lo raro es que militantes y simpatizantes no nos hayan perseguido a pedradas».

Dado que la actual escena política española se parece muy poco a este universo idílico poblado por espíritus puros, los desastres electorales se han convertido en una magnífica oportunidad para disfrutar de todas las modalidades del arte de la mentira y de las infinitas posibilidades que ofrecen las más avanzadas técnicas de maquillaje de la realidad. Tras una noche especialmente dolorosa, los representantes de un partido perdedor comparecen ante los periodistas y retuercen las estadísticas, hacen comparaciones delirantes y buscan todo tipo de responsabilidades externas para justificar la debacle y para negar una evidencia innegable: que su cualificado equipo de especialistas en estrategia política, laureado con todo tipo de masters en las mejores universidades yanquis, la ha cagado estrepitosamente y no ha dado pie con bola.

La última incorporación a este metalenguaje justificativo es una línea argumental valiente e imaginativa, que consiste básicamente en culpar a los ciudadanos por los malos resultados obtenidos por una determinada formación política. Cuando la magnitud de la tragedia alcanza niveles que desbordan hasta la más alambicada de las excusas, los dirigentes del partido afectado y sus corifeos mediáticos salen en tromba descalificando a la gente y acusando a los votantes de no dar la talla en las urnas. Es un espectáculo terrible contemplar cómo nos abroncan los mismos tipos que hace sólo unos días nos doraban la píldora. Se les ve muy enfadados por la falta de respuestas a su oferta electoral y en esos momentos de desesperada depresión resumen su filosofía política con aquel viejo refrán castellano que dice que no está hecha la miel para la boca del asno (la miel son ellos y los asnos son los que han tenido la desfachatez de no votarles).

Los habitantes de la Comunitat Valenciana hemos tenido el privilegio de disfrutar de esta extraña práctica política durante casi dos décadas. A lo largo de los veinte años de gobiernos del PP, nuestra izquierda se especializó en responsabilizar a los votantes de sus sucesivos fracasos electorales. Desdeñando cualquier tentación de autocrítica, los ideólogos del progresismo valenciano aplicaban a todos sus desastres la misma teoría: los valencianos son una banda de irresponsables políticos, capaces de darle varias mayorías absolutas a un PP salpicado por infinitos casos de corrupción.

Ahora le ha llegado el turno al PP nacional. Tras la pérdida de más de la mitad de sus escaños en la trágica jornada del 28 de abril, no se ha producido ninguna dimisión y lo que es peor, los populares han empezado a mirar con cara de odio a los sufridos ciudadanos de a pie que les han retirado su apoyo. Incapaces de asumir el inmenso error de su estrategia política, los dirigentes y los ideólogos del gran partido de la derecha española ya han empezado a hacerles reproches a los votantes, cuestionando en artículos de prensa y en declaraciones públicas la cualificación de un sector del electorado que ha preferido decantarse por otras opciones.

Aunque nos hemos acostumbrado a ver a los políticos haciendo hasta las más estrafalarias piruetas argumentales, la tendencia de los perdedores a culpar a los ciudadanos de sus fracasos empieza a ser un fenómeno preocupante. No estamos ante una simple solución táctica para salir de un mal trago, estamos ante algo mucho más grave: está actitud revela un claro desprecio de los principios más básicos del juego democrático.