Vísperas del trascendental Decreto de Cortes de 6 de agosto de 1811, cuyo artículo decimocuarto y último disponía que «en adelante, nadie podrá llamarse señor de vasallos, ejercer jurisdicción, nombrar Jueces ni...», las jurisdicciones señoriales cubrían las tres cuartas partes de la superficie del reino de Valencia. En 1797, según el Censo de Godoy, de las 165.193 casas útiles, en ese ámbito, 104.647 (63,4%) correspondían a señoríos. Entre las nueve ciudades (València, Orihuela, Játiva, Castellón, Alicante, Peñíscola, Gandía, Segorbe y Dénia), solo las tres últimas tenían jurisdicción señorial; bien diferente, en cambio, la situación de villas (196) y lugares (334), con el realengo reducido a 41 (20,9%) y 19 (5,7%) de dichas entidades; mientras, en el marco de la actual provincia de Alicante, eran señoríos villas de la importancia de Elche, Elda, Novelda y Cocentaina.

Jurisdicción (suprema o alfonsina), derechos exclusivos y señoría directa aparecían estrechamente unidos en los establiments, formando un bloque señorial compacto y macizo; hecho de potestad, derechos exclusivos y dominio, más que directo, eminente sobre las tierras y casas establecidas. Aun cuando los establiments comenzaban con la fórmula «Es estat pactat, establit, havengut y concordat entre les dites parts...» o similares, es obvio que la condición de aquellas era, por completo, dispar: el señor intervenía, en primer término, como titular de la jurisdicción; el colono, antes que enfiteuta, era vasallo. De ahí que los legados más notorios al patrimonio constructivo resulten tan diferentes: de una parte, castillos, palacios o casas de la señoría; de otro, los impresionantes aterrazamientos de laderas.

Para ejercer la jurisdicción, reunir concejos y percibir rentas, todos los señoríos valencianos, desde los grandes estados nobiliarios (marquesados de Elche y Dénia, condados de Elda y Cocentaina) a los pequeños lugares alfonsinos del Bajo Segura, contaron con edificios emblemáticos, aunque, por supuesto, de distinto porte: casas o palacios de la señoría, con inclusión de castillos reformados (Elche, Elda, Petrel, Dénia, Castalla, Onil). Una casa de la señoría no faltó ni en algún proyecto fracasado de señorío alfonsino, como la Vallonga de Burgunyo o Poblet. Las grandes mansiones, salvo excepciones (muy destacadas las del magnífico palacio condal de Albatera, desaparecido; y la del grandioso castillo de Elda, arruinado), han llegado a la actualidad, con restauraciones y acondicionamientos de fortuna varia. Peor suerte ha corrido buen número de casas de la señoría de menos entidad, maltrechas, enteramente deformadas o derruidas. Las subsistentes debieran ser catalogadas, documentadas y protegidas, para salvaguardarlas del riesgo de su degradación o ruina total.

Enfrentar las dificultades topoecológicas de las vertientes subáridas, para retener suelo y agua, requirió ímprobo trabajo multisecular, plasmado en la construcción de un paisaje de abancalamientos en gradería; donde, con frecuencia, escalones cuya anchura no llega al par de metros, rompen declives muy pronunciados. El aspecto de las terrazas es diverso, no solo por sus dimensiones y destino -reservadas las más reducidas, con exclusividad, a la arboricultura-, sino por las propias características de los muretes de contención o pedrizas; con técnicas y materiales diferentes, procedentes estos del desfonde de las parcelas. Sobresalen los márgenes u hormas de piedra caliza seca; algunas, por la calidad, maestría y belleza de sus aparejos en espiga, auténticas obras de arte.

Estos regadíos de turbias, que captaban la esporádica escorrentía de las vertientes, considerables ya antes de la expulsión de los moriscos (1609), experimentaron una fuerte expansión con las grandes roturaciones dieciochescas; y fueron mantenidos, con esmero, hasta mediado el siglo XX. Desde entonces, el éxodo rural ha desencadenado un proceso acelerado de abandono y ruina de los mismos, con desmoronamientos generalizados en hormas faltas de cuidado y reparo: un inmenso patrimonio evanescente, en trance de desaparición. Afortunadamente, la vegetación, aunque no coincida con la descuajada en su momento, recupera terreno, a favor del suelo y agua que aún puedan reservar las deterioradas terrazas.

Por su extraordinario interés cultural, podría trazarse un itinerario de visita a una decena de parcelas significativas, seleccionadas con todo detenimiento, que serían objeto de conservación y protección legal. Además, el conjunto de este paisaje, tan intensamente humanizado, cuya gran mayoría ha de retomar al monte; debiera ser cartografiado, fotografiado y, hasta donde sea posible, datado. Entiendo que no merecen menos el sacrificio y esfuerzo sobrehumano de generaciones. Y, muy en segundo lugar, tampoco falta el aspecto pragmático de estos patrimonios históricos evanescentes, que, precisados de actuaciones puntuales y razonables, aún constituyen activo de primer orden en una oferta seria de turismo cultural.