Hay cosas que solo podemos tener si evitamos darlas o perderlas. Así son todas las posesiones materiales, incluidos el tiempo y el espacio. En estos casos no es posible dar sin perder y, por tanto, participar lo que se tiene con otros es tener menos o disminuir lo que poseemos. Cuando se trata de bienes escasos y necesarios es difícil que la competencia por conseguirlos no altere las relaciones con los demás. Pero, al mismo tiempo, es frecuente observar que quienes menos tienen están mejor dispuestos a compartir.

Un converso hindú al catolicismo que peregrinó a pie desde India a Roma, dijo haber hecho su largo viaje gracias a la hospitalidad de las gentes cuyos países cruzaba, hasta que, cada vez más cerca de Roma, empezó a pasar serias dificultades. En Europa hemos externalizado en las instituciones los deberes de asistencia mutua que las personas ejercen entre sí en las sociedades menos desarrolladas. Es curioso cómo la profesionalización de la hospitalidad ha hecho de nuestras sociedades seguramente las más inhóspitas del planeta. Es como si la inmensa disponibilidad de fondos y la institucionalización hubiera tenido el efecto de hacernos peores: el defecto de la civilización.

En cambio, hay bienes que solo se poseen en la medida que uno es capaz de comunicarlos, por ejemplo, las ideas y los conocimientos. Por eso cuando los asimilamos fingimos que se los estamos comunicando a otros. Estudiar es capacitarse para comunicar lo que se ha aprendido. Quien dice no poder comunicar lo que sabe no puede asegurar que lo sepa, y los demás no pueden darlo, por cierto. Es lo que ocurre en los exámenes, por ejemplo: «tenerlo en la punta de la lengua» es lo mismo que no tenerlo. Tener conocimientos e ideas es tanto como poder comunicarlas, y se las tiene más y mejor cuanto más exacta y precisamente se las puede comunicar.

Es un hecho singular que exista algo cuya posesión consiste en ser capaz de participarlo porque pone de manifiesto que no siempre se puede dar porque se tiene, sino que a veces solo se tiene si se es capaz de dar. Así pues, es como si tener consistiera en poder dar. No obstante, con las ideas ocurre que si bien solo se tienen si se pueden comunicar, no es necesario comunicarlas de hecho y, si se hace, tampoco es necesario que los demás las entiendan (ni las atiendan). Suele ocurrir. Es decir, la efectiva comunicación de lo que se sabe no es necesaria para saberlo, ni siquiera el deseo de comunicarlas es imprescindible, aunque todo el que sabe sienta la natural inclinación a su comunicación.

Hay, en cambio, otro tipo de bienes cuya posesión requiere el deseo y hasta la determinación efectiva en favor de que todos los demás los posean. Por ejemplo, nadie puede ser justo sin procurar que los demás también lo sean o incluso prefiriendo que los demás no lo sean. Los que conocemos como bienes o cualidades morales se deterioran y se poseen menos perfectamente en la medida que no se los desea y procura también para los demás. Ser generoso o solidario y no querer que los demás también lo sean resulta extraño, y hasta sospechoso de preferir en realidad la fama de magnánimo que la magnanimidad misma.

De este tipo de bienes fue de los que Séneca aseguró que «creeré que nada poseo con más verdad que lo que haya dado con generosidad», pues «más grandes se harán en la medida que los compartas con más gente». Así que hay bienes que para tenerlos hay que evitar perderlos, pero hay otros, como las ideas, que solo se tienen si se los puede participar, o que solo se los posee si se procura de manera efectiva que los demás también los posean. En estos últimos, tener no es solo poder dar, sino que el deseo de su participación es la única forma de poderlos tener. En este caso, la generosidad no implica renuncia, pues participar no es perder aquello que se participa sino poder poseerlo en realidad. Es obvio que este tipo de bienes nos son materiales y que se trata de perfecciones de la persona. Pero no es tan obvio reparar, como hizo Séneca, que tales perfecciones implican que se las desee e incluso que se las procure para los demás.

Por último, hay bienes para cuya posesión no basta con que se les desee a los demás, ni siquiera con que se procure que los posean, porque para tenerlos es del todo necesario que los demás también los posean de manera efectiva. Es el caso de la paz en su sentido social, por ejemplo: no se puede tener paz si no la tienen los demás con quienes se convive. En realidad, la paz solo se puede tener entre todos y con todos los demás.

Es claro que cada uno de esos tipos de posesiones implica una clase distinta de riqueza y pobreza, pero si se piensa bien se verá que en todos los casos ser rico es tener mucho que ofrecer, y que no tener nada que ofrecer es también en todos los casos la forma suprema de la pobreza, ya sean bienes materiales o inmateriales como las ideas. En efecto, las más cuantiosas posesiones y riquezas de quien no tiene nada que ofrecer, no le salvan de la más miserable pobreza.

En cierta medida, es así incluso con el dinero: los que más tienen son los que lo tienen para ofrecerlo, es decir, lo bancos, aunque sea porque se aseguran de que lo recuperarán. Pero también en esos casos el tener crece mediante el dar. Y esa es, me parece a mí, la diferencia entre el rico y el pobre: que el rico ha entendido que se tiene del todo y cumplidamente lo que se tiene para ofrecer, sobre todo si no es necesario que lo devuelvan, como lo que uno sabe o, todavía más, lo que uno mismo es.