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Un país de izquierdas

Por supuesto, una vez tras otra, en cada ocasión en que la derecha española plantea la guerra cultural, sale derrotada. Su importancia reside en la recomposición del puente de mando del conservadurismo -cuyo liderazgo, que antes correspondía al PP, ahora apunta hacia Cs, de signo más liberal- y en la reideologización de unos votantes que, a falta de proyecto, correrían el riesgo de sumarse al marco cognitivo de la izquierda. Porque, si algo han demostrado estas elecciones -de nuevo, una vez más-, es que en nuestro país rige principalmente el sustrato socialdemócrata. Dicho de otro modo, el ciudadano medio asocia las virtudes democráticas del progreso -la libertad, la igualdad, la pluralidad, el horizonte europeo- con la izquierda moderada. Esto no significa que no haya varias Españas ni que se descarten los corrimientos de votos a lo largo del tiempo.

La España rural no es la España urbana, pero tampoco los territorios latifundistas se comportan igual que los minifundistas. Hay una España interior como hay otra costera, una del norte y otra del sur, una monolingüe y otra bilingüe... Y, dentro de cada una de ellas, también hay varias Españas. Lo crucial, de todos modos, es el basamento que define la hegemonía cultural y que, en gran medida -más que en otros lugares-, es esencialmente socialdemócrata, con la excepción de Cataluña y el País Vasco, donde el marco cognitivo dominante es nacionalista. No saber leer esta realidad conduce a errores. No reconocerla, también. En la política nacional, todo se juega en el centro; o, lo que es lo mismo, donde la mayoría considera que es el centro. Y ese espacio es móvil. Quiero decir que el centro en la sociedad catalana no coincide exactamente con el de la comunidad valenciana, cántabra o madrileña. Detrás de la estructura, surge siempre la respuesta a unas determinadas circunstancias.

Pero, en general, del 28 de abril surge de nuevo un país con vocación moderada y con sesgo hacia la izquierda. Un país temeroso de los recortes sociales, y de sus efectos sobre los servicios públicos, y bastante cansado de la crispación territorial. Un país que, en el fondo, parece reclamar estabilidad y sosiego, porque incluso Pablo Iglesias se vio forzado a leer en voz alta la Constitución -recordemos que la Carta Magna es el fruto principal del denostado 78- para ofrecer una imagen de presidenciable. También en Cataluña la victoria correspondió a ERC, el partido -dentro del independentismo- más predispuesto a establecer algún tipo de diálogo con el constitucionalismo, aunque hoy ese diálogo todavía sea de máximos. Todo ello apunta hacia una realidad que haríamos mal en soslayar: el único discurso que ha fracasado en estas elecciones es el que se sitúa en los extremos de cada bloque ideológico.

En estos momentos, la responsabilidad de Pedro Sánchez es mayor de lo que parece. Deberá optar por dar prioridad al cortoplacismo de la guerra cultural -que tantos réditos ofrece- o por asentarse en el centro y actuar como un hombre de Estado. Entre esas dos almas, que anidan en cualquier formación política, se juega un partido muy importante que apela a todos y cada uno de los demás actores de la vida pública en nuestro país. No hay alternativa a nivel de Estado. Mentira: sí que la hay, pero nos conduce a la ruptura civil. Aquello, precisamente, contra lo que los españoles han votado.

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