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Tierra de nadie

Una condena

Escuché en la tele que en Facebook hay más muertos que vivos. Y Facebook es un país inventado prácticamente ayer. Cuando tenga un siglo de existencia, si no se ha autodestruido antes, será un cementerio colosal. Ahora mismo apesta ya a cadaverina.

¡Qué raro!

Nada más escuchar la noticia entré en la red social y busqué amigos difuntos para confirmar que continuaban allí como si no hubiera ocurrido nada. Y allí estaban, un poco silenciosos, claro, porque nadie se había ocupado de actualizar sus perfiles. Semienterrados, como el que dice. Mientras sus cuerpos físicos se descomponían en las tumbas de mármol del lado de acá, sus existencias digitales se mantenían más o menos en pie. Urge la creación de unos estudios universitarios dedicados a la arqueología digital. Necesitamos gente capaz de moverse entre las ruinas de las páginas webs abandonadas y de las cuentas de Twitter o Instagram desatendidas para que nos expliquen cómo era la vida de estos pioneros del mundo virtual, cuáles eran sus hábitos, por qué de súbito dejaron de colgar fotos o mensajes. Hay material suficiente para la creación de yacimientos digitales y comenzar las excavaciones. A ver quién es el primero en dar con una Atapuerca del lado de allá que se llenará enseguida de visitas y de seguidores y de dedos con el pulgar alzado.

Entre todos los muertos de Facebook, siendo legión, debe de haber historias apasionantes e ilustrativas de nuestra evolución desde los últimos años del siglo XX hasta nuestros días. Parece poco tiempo para la práctica arqueológica de siempre, pero es mucho si tenemos en cuenta que en ese universo el tiempo corre infinitamente más deprisa que en el analógico. ¿Tuvo internet sus neandertales, sus homos erectus, sus habilis, sus sapiens? Ya no puedo asomarme a la Red sin imaginármela como un inmenso océano de cadáveres vivientes de cuya comunidad, tarde o temprano, yo mismo formaré parte. Tal vez, mientras mis huesos ardan en la incineradora, habrá usuarios que retuiteen mis escritos. No es solo que en Internet no exista la muerte, es que no podrías suicidarte, aunque quisieras.

He ahí una curiosa forma de condena de carácter borgiano.

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