El 10 de mayo de 1963, en la Brandeis University de Waltham, Massachussets, un joven cantautor judío con un solo disco en su haber, de escasa repercusión y pobres ventas, se presentaba ante el auditorio con un puñado de blues hablados ( talking blues) y alguna que otra canción de su próximo disco, el que se llamaría The Freewheelin' Bob Dylan. Guitarra y armónica y dosis de descaro suficientes para seguir intentando hacerse un nombre. Quienes asistieran a aquella velada difícilmente habrían acertado a adivinar la trayectoria futura del más grande de los músicos de nuestro tiempo. Y hablo del tiempo de ellos, y del nuestro -los que dábamos nuestros literales primeros pasos en el mundo-, y de los que no solo no habían nacido sino que sus padres ni siquiera se conocían: Dylan trasciende el tiempo, se ha instalado fuera de él y contempla el paso de la Historia sabiendo desde hace mucho que los tiempos cambian y que nosotros no podemos hacer nada para detener los cambios, pero tampoco para provocarlos. No, aquel público de estudiantes no podía imaginar nada de esto. Tampoco mi amigo, el médico alicantino José Juan Verdú, que tuvo el privilegio de verle y escucharle en aquellos lejanos años, en Washington DC o en New York City (no recuerdo bien dónde me dijo que fue). Aquel chaval de entonces todavía podía salir a la calle y hacerse unas fotos en 4th Street con su novia, Suze Rotolo, para la portada del disco. Hoy Dylan tiene 36 discos de estudio en la maleta, que solo son la punta del iceberg de un legado musical que causa vértigo y que algún día podremos con suerte conocer en su complitud. Hoy Dylan, que es además premio Nobel de Literatura, viaja en un autobús de lunas tintadas y su imagen fugaz en algún vestíbulo de hotel o, como la semana pasada, en el pamplonica parque de la Taconera, es tan esquiva y cara de ver como inadvertida era su presencia hace cincuenta y seis años. Durante estas seis décadas de incansable caminar ha compuesto tantas canciones que a sus seguidores nos resulta imposible hacer una lista de las favoritas; las ha reinventado tantas veces que es fácil caer en el pecado venial de no reconocer alguna de ellas cuando la aborda de nuevo. Pero sobre todo Dylan ha sido generoso con todos nosotros, y lo sigue siendo, porque no solo nos ha entregado todas esas canciones sino que ha venido y sigue viniendo a nuestras casas a compartirlas con nosotros. No importa donde vivas, lo pequeña que sea tu ciudad, tarde o temprano él llegará hasta ti. Es el dicho que aceptamos con fe ciega, porque sabemos que se cumplirá. Si pusiéramos chinchetas en un mapa, como algunos hacen con sus viajes de vacaciones, los lugares en los que ha actuado Dylan harían necesario un mapa muy grande y muchas, muchas chinchetas. No hace falta explicar por qué su gira actual, que data de 1989, se llama el Never Ending Tour. En 1995 le trajo muy cerca, a Cartagena. En Benidorm, todavía más cerca, estuvo en el año 2004. En Alicante capital cuatro años después. En 2015 y 2018 en Madrid, que si antes éramos su playa, ahora la Villa es nuestro centro cultural a solo dos horas y poco de viaje en tren. Y este domingo se acerca a Murcia, cuarenta minutos y una pequeña frontera invisible de por medio. Allí estaremos, por tantas razones, algunas universales, otras íntimas. Estaremos porque una visita suya siempre alberga una sorpresa, porque es el último regalo de cumpleaños que ya no esperas: ya sea un repertorio distinto, un solo de armónica, una inflexión insólita en una melodía, un arreglo desconcertante y pasmoso. Incluso ahora que parece haber renunciado a algo inherente a él como era cambiar la lista de canciones de una noche a otra, puedes encontrarte con que de improviso hace lo que hizo en Bilbao y vuelve a esa pieza descomunal que no tocaba desde hacía años, Dignity. Estaremos también porque en este viaje sin fin, cada vez más introspectivo, Dylan ha hecho del sentimiento y la emoción un destilado de su voz agrietada. Estaremos porque quien se hizo acompañar de The Band, de Tom Petty y sus Heartbreakers, de Mike Bloomfield y Al Kooper, de los Grateful Dead, está arropado por unos músicos gigantescos en su discreción que interpretan como él mismo los silencios del crepúsculo. Estaremos porque muchos aprendimos de él cosas que son inseparables de nuestras propias vidas. Y por eso mismo, porque crecimos con él y a él volvemos siempre, a ese Dylan que en una nebulosa lejana es él y es cada vez distinto, que es una persona y muchas personas en distintos tiempos que se agitan en un caleidoscopio, estaremos allí. Y aunque nunca perdemos la esperanza de un regreso, nos pesa también, creo que por primera vez, que quizá esta vez pueda ser la última. Los años son muescas y ya tantos de los nuestros se han ido. Por eso, desde que abra con Things Have Changed, hasta que previsiblemente cierre con Blowin' in the Wind y It Takes a Lot to Laugh, It Takes a Train to Cry, respiraremos cada sílaba y cada nota como si esa noche fuera la última vez.