Uno de los grandes fastidios de la evolución es la pérdida progresiva de capacidades naturales, esas de las que ancestralmente disponemos y que con el paso del tiempo vamos desprendiéndonos, según se supone, porque dejamos de necesitarlas. Entre las grandes luchas humanas por erradicar potenciales originales de la especie está el vello del cuerpo, que desde hace un buen puñado de años nos hemos empecinado en que desaparezca sin conseguirlo.

Pero poseemos otras facultades de las que no queremos despojarnos, pero que la propia forma de vida que hemos adquirido se encarga de eliminar. Entre las más llamativas está el olfato, uno de los sentidos más olvidados hasta que llegan las fiestas navideñas y la industria del perfume se encarga de recordarnos, de forma machacona y persistente, que hay que oler bien para poder convivir y, además, nos ayuda a socializar, a ligar y a alcanzar el nirvana.

Nuestros dignos y malolientes antepasados necesitaban un agudo olfato para sobrevivir, al igual que cientos de miles de animales que, todavía, se guían por su fino olisqueo para conseguir comida, huir del atacante, marcar un territorio o saber si su pareja sexual se encuentra o no receptiva.

En la actualidad, cuando nos alimentamos no solemos hacer uso de este noble sentido, simplemente engullimos, y únicamente si el sabor es desagradable, caemos en la cuenta de que puede estar en mal estado el alimento, o bien, recurrimos a la socorrida fecha de caducidad y nos cercioramos de que lo que estamos a punto de comer se encuentra en perfecto estado de conservación. La tendencia de los más jóvenes es tirar a la basura todo lo que se aproxime sospechosamente a la fecha de caducidad, por si acaso.

Hay que reconocer que desde la publicación de la fantástica novela El Perfume de Patrick Süskind, la mayoría de nosotros fuimos mucho más conscientes de la importancia del olor y los olores, hasta el punto de no poder resistir el impulso de olfatear todo lo que se ponía a nuestro alcance, con un afán crítico y reflexivo, midiendo meticulosamente hasta qué punto éramos capaces de localizar un aroma u otro.

Lo más llamativo es que cada persona cuenta con un olor que la diferencia del resto de la humanidad, algo tan característico como las facciones de la cara, la huella digital o el iris de los ojos. La combinación de un perfume elaborado con el olor corporal genera una fragancia nueva que nos vuelve a diferenciar del resto. Seguro que puede recordar la primera vez que olió el pan recién horneado, una hamburguesa o un determinado perfume. El olor se graba en nuestra memoria y nos marca emocionalmente de por vida.