Estoy casi segura de que cuando Lewis Carroll escribió Alicia en el País de las Maravillas nos regaló de forma intencionada la libertad de interpretar las alocadas historias que allí suceden y a sus protagonistas. En mi relato, Alicia es una niña que empieza a hacerse mayor y que no está dispuesta a asumir los límites de género que le impone su entorno. Así, decide escabullirse de la ignorancia y el aburrimiento que le esperan si acepta comportarse como se espera que se comporte una niña de su época, leer poemas anodinos sentada bajo un árbol, criticar a las otras chicas, desear ser chico, esperar a que los años pasen y llegue el amor... No. Su rito de iniciación será el que ella decida. Y Alicia decide explorar y meterse en líos, conocer seres de otros mundos, aprender matemáticas... Y sin renunciar a su condición de chica con falda pomposa, lazo rosa en la cabeza y melena impecable. En mi relato, Alicia es la maravilla del cuento.

Dicen que se podría medir el nivel de igualdad de género de un colectivo por el grado de control que ejerce sobre la indumentaria de las mujeres de ese grupo. Que podríamos recorrer el planeta reproduciendo las jaulas cosidas para los cuerpos de las mujeres a lo largo de la historia, desde el vendaje de los pies de la cultura china a las faldas de cuatro capas y veinte kilos victorianas. Moños, burkas, corsés, pañuelos... Dictar sentencia sobre el aspecto de la mujer ha sido una forma eficaz de controlar su vida. Y lo sigue siendo. Incluso en los lugares más avanzados en materia de igualdad nos preocupa demasiado cómo se peina, se viste o se calza una mujer, sobre todo cuando esa mujer tiene poder. Todavía no nos hemos liberado de las prácticas del chismorreo sobre la intimidad de las mujeres, ni de un sistema de creencias que establece una relación casi orgánica entre aspecto físico y destino en la vida. Entre imagen corporal y existencia. Como las mujeres de El Cuento de la Criada de Margaret Atwood: azules, rojas, grises, según su función social. Intercambiables.

La moda, ese correlato imperativo de la presencia hoy día, es tan odiada como amada en los discursos sobre la liberación de la mujer. Argumentos hay en las dos direcciones. La moda como presión, sometimiento y control. Como sumisión a la mirada masculina. Una distracción ante la verdadera belleza, la del alma. Precursora de enfermedades como la anorexia. La moda como una aliada para la emancipación de las mujeres: un recurso para el autocontrol del cuerpo y su aspecto, en tantos escenarios como se desee explorar. La moda como compañera del trayecto de la liberación sexual. Como libertad de expresión. Como altavoz -la primera publicación feminista para el gran público fue una revista de moda-. La moda, sobre todo, como democratización de la belleza. La potencia de la belleza:

«Estamos en Shatila, un campo de refugiados de Beirut. Pedimos hacernos unas fotos con una adolescente que nos ha enseñado su casa, un espacio imposible de un barrio que se estira hacia el cielo como un chicle de cemento. La chica acepta alegre y se pierde unos minutos por el laberinto que es su hogar. Regresa arreglada, se ha cambiado de ropa y de peinado, ha recogido su pelo con una flor. Se ha puesto guapa. Busca un trozo de espejo que le confirme su rotunda belleza. Me conmueve. Veo en su terca feminidad un acto de desobediencia, de resistencia frente el dolor de una vida adolescente llena de vacíos en un campo de refugiados».

Alicia no hubiera hecho nada mejor ni nada más maravilloso en su país imaginario si en lugar de una falda blanca, un lazo rosa y una larga melena brillante su autor la hubiera disfrazado de chico, con unos pantalones cortos cómodos para deslizarse dentro del tronco de un árbol y trepar las paredes de un salón que mengua. Seguramente hubiera hecho menos. Porque no nos habría contado el relato de una libre elección. O, al menos, así es según mi libre interpretación de este precioso cuento.