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Intolerancias no alimenticias

Estoy muy de acuerdo. Desde que los niños nacen, les ofrecemos toda la ilusión que podemos, los aupamos, les hacemos sentir lo mejor posible, y les presentamos todo lo bueno y lo satisfactorio. Pero evitamos con ahínco mostrarles las desilusiones, los chascos o las dificultades. O sea, esas realidades, que caminan al lado de las otras porque también forman parte de la vida y que nos será imprescindible conocer para aprender a vivir capeando lo que vaya surgiendo que no nos satisfaga, o nos duela.

A lo largo de la crianza acentúamos esto con la tendencia creciente de procurar que tengan «de todo» y que no sufran por nada, alimentando un narcisismo que impregna las relaciones, las costumbres y la sociedad. En parte lo hacemos por ellos para evitarles lo que nos faltó o nos dolió en nuestra infancia: carencias, rigidez, autoritarismo. Y en parte por nosotros mismos, para no preocuparnos demasiado, o para no asumir del todo la responsabilidad de educar, ese lado de freno, contención y guía que conlleva ser adultos y que nos cuesta ejercer.

Continuando con esta evitación a ultranza de cualquier malestar, tampoco hacemos partícipes a los niños de las dificultades cotidianas por las que pasamos, o les quitamos importancia, con lo cual no les llega verazmente lo que ocurre. No se les explican las dificultades, los problemas de salud, las pérdidas. Más bien tenemos a orgullo mantenerlos a salvo del dolor, cuando eso es como si les dejáramos a merced de una ceguera que puede volverlos frágiles, insensibles o déspotas.

Sin embargo, no nos importa ponerles en las manos pantallas de todo tipo para que les entretengan, aunque sepamos que les pueden atrapar y que les proporcionan una información incontrolada, les dan una fuerte sensación de omnipotencia, les aíslan, les crean adicciones y les vuelven unos exigentes demandadores de los objetos que ofrece el consumo.

Todo lo cual supone que los niños se descoloquen de su lugar de niños, que haya una confusión de papeles, que muestren una fragilidad importante ante la adversidad, y una adultización temprana que les produce desde inseguridad, nerviosismo o apatía, a rabia, agresividad, insatisfacción, e intolerancia ante la más mínima frustración.

Según dicen las teorías hay dos principios que rigen el funcionamiento mental: el principio de placer y el principio de realidad. Y los dos hacen falta para un vivir equilibrado. El bebé estaría afincado en el principio de placer y el adulto habría asumido que hay una realidad que impone sus leyes o sus azares interrumpiendo el camino del goce sin medida. El tránsito entre uno y otro principio es el proceso entre ser niño y ser adulto, entre vivir a expensas de los impulsos y vivir mediando entre lo impulsivo y lo razonado. Entender y aceptar que ambos principios forman parte de la vida es preciso. Y a medida que la realidad se va imponiendo como reguladora, la búsqueda de la satisfacción ya no se efectúa por los caminos más cortos, sino mediante rodeos, y se es capaz de aplazar los resultados en función de las condiciones impuestas por el mundo exterior. Lo cual va a suponer a las personas un estar más adaptado, más calmo y saludable.

Por eso es un flaco favor hacer creer a los niños que la vida es sólo placer, porque cuando se ven metidos en un «no», en un conflicto, un obstáculo o una carencia, no entienden qué pasa, y se llenan de angustia o de rabia, se indignan y se enfadan con los otros, con las circunstancias, con los padres, los maestros? o con la vida.

Quizás sería mejor mantener unos mensajes no tan sesgados hacia «lo positivo», para que así cuando los niños se encuentren con algo displacentero o directamente frustrante, no se hundan y puedan hacerle frente. Quizás convendría que fuéramos menos secretistas y les fuéramos contando algo de lo que pasa a su alrededor, sin tapar por completo las dificultades. Quizás deberíamos ayudarlos a integrar sus puntos fuertes, que les darán autoestima y seguridad, con sus puntos débiles, que les permitirán aprender a ser humildes y a respetar a los demás. Quizás estaría bien no dárselo todo tan resuelto, y dejarles ir superando las pequeñas molestias cotidianas, así aprenderían a encarar lo que les frustra y a luchar por sus cosas.

Con esto no estoy hablando de dejarlos a la intemperie, ni de «ponerlos a sufrir», sino de permitirles tolerar sentirse un poco incómodos algunos ratos y moverse por sí mismos para solventar la situación. Por ejemplo, cuando les quitan el juguete, el sitio o la palabra, cuando les dan un empujón, cuando no les dejan jugar, cuando ven a su padre preocupado, o a su abuela en el hospital. Pero, ¿cómo van a tolerar la frustración si apenas la conocen?, ¿cómo van a aceptar la falta si les hemos hecho creer que van a estar siempre sobrados?, ¿cómo van a agradecer, a aceptar, a «aguantar»?

Sí, esto es algo preocupante y requerirá muchos cambios.

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