Ernest Renan, en la Sorbona, 1882, «una agregación de hombres, sana de espíritu y cálida de corazón, crea una conciencia moral que se llama nación». El permanente conflicto territorial de España como un Estado-nación, esta España invertebrada de la que hablaba Ortega y Gasset en 1921, no es más que el resultado de una eterna disputa entre distintas conciencias morales, no por sus diferentes culturas sino por la inexistencia de grandes políticas de Estado que hubieran hecho posible alcanzar una conciencia nacional común.

Se intentó a través de movimientos intelectuales y recetas regeneracionistas tras la crisis del noventa y ocho, pero esos loables intentos de entonces derivaron pronto en la búsqueda de una mano de hierro que impusiera mediante el ruido de sables esa conciencia moral que, de haber existido alguna vez, se perdió tras el asedio a los últimos de Filipinas, nuestros últimos héroes nacionales.

Los últimos movimientos de los independentistas catalanes y vascos reclamando referéndums de autodeterminación del Estado, por vías unilaterales si fuera preciso, es un intento, no de conseguir una nación política, que solo sería posible mediante la violencia, sino de romper la cohesión de un Estado-nación que no posee una conciencia nacional común, pues no todos los españoles se sienten plenamente miembros de una colectividad llamada España. Y aquí radica la gravedad de unos hechos que están marcando, en gran medida, las citas electorales de hoy y de mayo. Romper la cohesión ciudadana es el mayor delito que puede cometer un político en un sistema democrático. Aunque se quiera hacer con sano espíritu y corazón cálido.

España es plurinacional, es cierto, existen diversos sentimientos nacionales, pero eso no significa que existan razones para romperla en unos momentos en los que este país es más próspero, más libre y con más justicia social que en toda su historia. ¿Por qué entonces no va calando entre los ciudadanos que viven en lo que hoy es España una conciencia nacional común? ¿Es posible conseguirlo o estamos condenados al permanente conflicto y a sus peligros?

Quizá la respuesta haya que buscarla en ese artificio jurídico territorial encajado con fórceps en la Constitución de 1978, Título VIII, Capítulo III, «De las Comunidades Autónomas», y que no puede considerarse un modelo estrictamente federal, donde el principio de ciudadanía y la igualdad de los ciudadanos se antepone a la igualdad entre Estados o territorios.

El convencimiento de que la cohesión y la conciencia moral de una agregación de hombres y mujeres se consigue mediante un Estado cuyo objetivo principal sea conseguir la igualdad de ciudadanos libres, sean vascos, catalanes o andaluces, y que el modelo territorial español actual no es el adecuado para ello porque coexisten agravios, insolidaridad y falta de cooperación, nos obliga a pedir urgentemente un diálogo entre todas las fuerzas políticas con representación parlamentaria para encontrar un modelo de descentralización política que se ajuste más a las realidades plurinacionales de España. El federalismo cooperativo podría, en buena medida, responder a ello.

De lo contrario, los partidarios de una recentralización y los de la no violencia de la secesión, nacionalistas-populistas que necesitan de la inestabilidad y el enfrentamiento entre los demás para lograr sus fines, habrán ganado la batalla. A unos y a otros habría que decirles otra cosa que decía Renan sobre lo que es una nación «Tener glorias comunes en el pasado, una voluntad común en el presente; haber hecho grandes cosas juntos, querer aún hacerlas; he ahí las condiciones esenciales para ser un pueblo. Ámese en proporción de los sacrificios consentidos, de los males sufridos. Ámese la casa que se ha construido y se transmite».