Tras el copioso desfile de guardias civiles y policías nacionales, compareció esta semana el testigo singular, un «mosso» indepe partidario de abrir las puertas de las cárceles para sacar a los líderes secesionistas.

Como inicio de la deposición, soltó: «Yo no soy el que está siendo juzgado aquí». El respingo del juez Marchena fue dieléctrico. Le pidió que no confundiese el escenario, recordándole que había sido citado como testigo: «Usted tiene el deber legal de declarar. Es un agente de la autoridad y debe saber el papel de un testigo en una causa penal».

Tras no acordarse de haber escrito uno de esos lamentados (a posteriori) tuits «La Policía Nacional y la Guardia Civil no aparecieron cuando los terroristas atacaron, pero atacan sin escrúpulos a los demócratas catalanes» ni otro: «No pienso retirar una sola urna el 1 de octubre, espero que todo el mundo sepa a quién soy leal»; el policía balandrón ha calmado las ínfulas que traía, mostrando «respeto a las resoluciones judiciales (para no causar un daño mayor a la población) y cumpliendo siempre la Constitución». Se ha despedido del tribunal con un «Moltes gràcies».

El predecesor de Trapero, que propuso el nombre del célebre major para la prefectura de la policía autonómica, salió por pies alegando motivos de índole política, profesional y personal, sin reconocer que, probablemente, lo que primó en su salida (la reunión con su jefe «apenas duró un minuto») fue intuir lo que venía, dado el cariz que tomaban los acontecimientos.

Las comparecencias de los consejeros que se largaron antes de que pasase lo inevitable (vía unilateral y referéndum), han revestido interés, aunque no se hayan explayado sobre los motivos últimos que subyacían a sus renuncias (objetivos cumplidos, niños pequeños, tensión con el Estado español). ¡Ay la «costra del silencio»!

El que fuera consejero de Interior dijo en su declaración que la dependencia funcional de jueces y fiscales, por parte la policía autonómica, nunca nadie la discutió porque se tenía perfectamente clara en el «Govern».

Y cerró la parada el que fue cesado por perdida de confianza, tras haberse ido de la lengua, con unas declaraciones a un periódico en las que decía, sin perder cuidado, que no temía tanto a entrar en prisión como a los riesgos «contra el patrimonio» que pudiera sufrir.

Con la semana ya mansa, le llegó el turno a la universidad, los centros y fundaciones por la paz y el desarme, y con ello un cambio esencial en el lenguaje y el trasfondo del juicio. Menos binomios, defensas y vehículos logotipados, más paz y civismo.

De la estrategia de muralla humana, para impedir el cumplimiento del mandato judicial, a la narrativa de una actitud festiva, de gente que proclamaba un derecho de protesta, mientras cantaba y una colla castellera amenizaba la aglomeración.

Las testificales propuestas por las defensas han intentado contrarrestar el relato de los testigos anteriores, tratando de descartar la violencia durante las jornadas de protestas. Al tiempo que reconocían una actitud «severamente indignada», insistieron en el talante tranquilo y lúdico de los concentrados. Lo que han dado en llamar «una actitud deliberadamente pacífica y no violenta» de la sociedad civil, organizada de forma «colaborativa y activa».

Y para despejar cualquier duda, no han obviado señalar que la presencia masiva de gente no tenía por objeto obstaculizar o impedir los registros ordenados por el juzgado.

Como prueba de que esto era así, el día de la concentración delante de su oficina, el vicepresidente Oriol Junqueras se fue a comer con el Obispo; Lluis Llach -«L'Estaca» - se ofreció a acompañar a la secretaria judicial en su tránsito del teatro a la calle, pasando por la azotea, y un sargento de mediación, que se compadeció del largo turno de los guardias civiles, les llevó 20 bocadillos para aliviar la gusa, al unísono con la jefa de protocolo que facilitó a los agentes del instituto armado un despacho para que pudieran descansar. Bed and breakfast.

En la imponente Sala del Supremo, un diputado secesionista ha servido el argumento definitivo para acentuar el carácter pacífico de la protesta: «Un chico de 18 años lanzó una botella de agua vacía a la fachada y se tuvo que marchar del lugar de la reprimenda que se llevó de todos los presentes. Fue el acto de más hostilidad que viví».

El intendente que pasó la noche en la consejería de economía, a la vista de «una concentración extraordinaria, con densidad muy compacta y carga emocional elevadísima», al pretender transmitir que la normalidad era la tónica, dijo a los magistrados que: «los establecimientos vecinos estaban haciendo un buen negocio, había mucha gente durante muchas horas y la gente consume».

Y otro, republicano, suministró un testimonio categórico, declarando que: «El día de la consulta, la ciudadanía protagonizó el acto de desobediencia civil más grande que yo he visto en mi vida y el más grande en Europa en los últimos años». Y eso que los catalanes nunca han destacado por ser esdrújulos.

En su testifical, el director de una fundación por la paz alegó: «Yo no vi el 1-O nada que no fuera una concentración de protesta por gente que no era especialmente activista». Una prueba más aportada por el secesionismo que ha querido convencer con un axioma muy suyo: «la violencia no es un instrumento aceptable para la resolución de conflictos políticos».

Eso mismo reiteraron dos testigos, catedráticos de derecho constitucional, al referirse a la transición nacional de Cataluña hacia la independencia, un ejercicio de «legitimación política» y no de «intimidación o coerción». Insistiendo en dos ideas: un proyecto de la envergadura de un referéndum sobre el futuro político debe contar con un fuerte apoyo social y la movilización social, como ejercicio del derecho de manifestación y de participación política, siempre debe ser de carácter pacífico y civilizado.

A propósito de la inutilidad del peritaje, como advierte Arcadi Espada, la dificultad estriba en que en el juicio «se examinan conductas y no naturalezas; hechos y no ideas; hombres y no arquetipos».

El presidente Marchena ha vuelto a poner orden entre testigos, defensas y acusaciones. En esta ocasión, dixit: «No puedo permitir que el juicio se convierta en una disertación de un constitucionalista, eso es un insulto para el tribunal».

También paró en seco al concejal Pissarello, cuando el escritor hispano-argentino se lanzó a dar una explicación histórica sobre el derecho de autodeterminación en el Estatuto de Núria en 1932.

Lo malo es cuando se trastea con mentiras, porque ¿quien se cree que el presidente de una empresa que libró cinco facturas por trabajos del referéndum, diga ahora que se enteró por la prensa que la Generalitat le hubiera encargado el reparto de material electoral?

Todo ello, sin enervar el carácter festivo de una revuelta pacífica y serena.