Pocas veces en la democracia la apelación al voto estuvo más justificada, sin necesidad de abusar del dramatismo. Dramático fue el voto tras el 23-F o los atentados de Madrid. Ahora la situación es complicada. Ni más ni menos. Los cambios esenciales en la concepción de la democracia española, que se arraigan en las consecuencias no resueltas de la crisis económica, han acabado con el bipartidismo y sus vicios. Pero han dibujado -como en toda Europa- una fragmentación que hace que el voto individual tenga más valor, que la relación entre voluntad, ideales e intereses del elector y resultado final esté fortalecido. O hay muchos votos o el futuro será más áspero porque los cínicos serán los intérpretes de los silencios. Una gran participación será, por el contrario, un correctivo para los que han convertido esta campaña en una sinrazón de insultos e improperios.

Votar a la izquierda es más útil y coherente, salvo para aquellos que se autodefinan nítidamente como de derechas. Y esos son muchos menos en todos los estudios, con independencia de encuestas interesadas. Hasta hace poco una buena parte de los electores de derechas podían autoimaginarse como de centro, y por oposición a las izquierdas -siempre más plurales-, concentraban voto en un PP que podía venderse como centro-derecha. Hoy no sirve. Si usted es de centro, dialogante, su espacio es la izquierda. Porque puede observar que el vendaval de ser «sin complejos» ha instaurado en Vox, PP y Ciudadanos una suerte de ley de la selva en la que debe ganar el que, sencillamente, devore mejor: no hay espacio para el convencimiento, sino una angustia feroz por sacar un voto más que sus compañeros desacomplejados. Es por eso que la derecha, en su conjunto, ha girado a la extrema derecha. Esto no es una opinión. Moléstese el lector en comparar aquellos discursos que han venido configurando el relato de la derecha más o menos extrema y encontrará que aquello que desde la Transición -y, a veces, especialmente en la Transición- fue considerado reaccionario, ahora está cada día, con diversos énfasis y muecas, en estoques de los tres líderes sin complejos, y de sus cuadrillas de picadores y banderilleros.

De ello se deriva una paradoja: lo que está llevando en otros países a buenas franjas del electorado a posiciones ultraderechistas es el miedo. Miedo a «un otro». Miedo al futuro o a la globalización. Ese miedo aquí no aparece más que en dosis asumibles. Hay xenofobia pero no está disparada. Hay preocupación por Cataluña: pero hay más convencimiento en que sólo alguna forma de diálogo, en el marco constitucional, nos sacará del atolladero. Claro que hay patriarcado y homofobia, pero combinado con altísimas dosis de pulsión igualitaria y de aceptación de los mejores avances. Y la globalización y el futuro abstracto no están en el debate. No: el miedo no gobierna la sociedad. Hasta el punto de que lo que más miedo dé sea precisamente la derecha. Porque a la gran mayoría de españoles no les «ha pasado» un separatismo ni un ataque de la morisma. Lo que les ha pasado es el paro, la desigualdad, la corrupción, la falta de vivienda: para eso, para esa inseguridad, la derecha no da solución. Más bien lo contrario. Y lo que asusta es el grito: la ruptura del consenso de la Transición que quería que nadie blandiera la Constitución ni la bandera española contra el vecino ni insultara con absoluta necedad y presunta normalidad. Eso da miedo. La derecha sin complejos. Y no queremos que nos asusten. Ya está bien.

Y en la izquierda votaré a Compromís. Porque es mi partido. Pero como la política no la concibo como cosa en blanco y negro, creo que puedo aportar algún argumento favorable. El primero es que no voto en abstracto, sino en Alicante, en la Comunidad Valenciana, en esta tierra donde ha florecido el pequeño milagro del Botànic, por muchos errores -yo el primero- que hayamos tenido. Por eso reconoceré que el PSOE es un gran partido, lleno de historia y habilidades. Pero, por eso mismo, en estos tiempos de redistribución del voto en la izquierda, incapaz, a ratos, de apartar la soberbia de su cultura. Igual que decidió adelantar las Elecciones para «valencianizarlas», lo que se ha demostrado absolutamente falso, en la cultura socialista hay resabios de imaginarse como «o yo o el diluvio», considerando a los demás como meras comparsas, adornos, planetas. Por eso un voto a Compromís reequilibra y favorece, sobre todo si tuviera más votos en les Corts, un Botànic II. ¿Mera opinión? No. Observe la campaña: mientras el PSOE prometía, Compromís daba cuentas. De muchas de esas promesas el destino será el humo de la nada. De lo que hemos contado pueblo a pueblo puede saberse que es verdad. Y más importante: ¿por qué muchas de nuestras políticas económicas, medioambientales, de integridad o de igualdad son la envidia en el resto de España, incluso donde gobierna el PSOE? La única hipótesis razonable es que Compromís ha impulsado lo que en otros lugares aún asusta a una izquierda clásica, atada a los prejuicios de no molestar a los centristas -arrasados por la quiebra de capas medias que ahora hay que recuperar desde otros ejes-. Por eso, exactamente por eso, Compromís puede ser de izquierdas y la vez defender mejor que nadie la Comunidad Valenciana; el PSOE aún no puede: tarde o temprano choca o se allana a la voluntad del gobierno de Madrid y padece una angustia mortal a tensar el interior de sus bien establecidas familias internas, siempre al borde del ataque de nervios.

Estamos suficientemente cerca como para reeditar un pacto feliz, somos suficientemente diferentes como para que el electorado nos identifique: no por palabras, sino por hechos. Por eso Compromís -con los autodescalabros de Podemos incluidos- sigue siendo el motor del cambio: una humilde, pero decidida fábrica de ideas, de diálogo y de acción política que se proyecta hacia el futuro sin depender de las obsesiones del pasado. El partido de los que no se resignan a ser los perdedores de la globalización ni de los que naufragan en la magnitud abrumadora de los inmensos signos. Los garantes de un reformismo fuerte e imparable.