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Opus Gelber

Leila Guerriero disecciona la fascinante personalidad de uno de los grandes pianistas de nuestro tiempo

Hay, cada temporada, conciertos anodinos que intentan pero no logran llegar al epicentro de la emoción. Sin embargo, en otros, una interpretación al piano de obras de Beethoven o Brahms, provoca una conmoción como oyente y se guarda en el recuerdo como un tesoro único que permanece firme en la memoria. Y para conseguirlo, no basta una pericia técnica bien resuelta. Son conciertos que pasan incluso por encima de notas falsas o de algún traspiés intermedio fruto del paso del tiempo que hace que no todo tenga esa perfección quirúrgica que hoy se busca hasta la paranoia. Esa sensación, mágica y única, siempre la han tenido las actuaciones de uno de los grandes nombres del teclado de nuestro tiempo, el argentino Bruno Leonardo Gelber, cuyos últimos conciertos en Oviedo fueron en las Jornadas de Piano "Luis G. Iberni". Gelber es ya una leyenda viva del piano y tiene verdadera legión de fans en todo el mundo. La periodista Leila Guerriero se ha lanzado a escribir una suerte de perfil del artista, Opus Gelber, retrato de un pianista, un intento de aprehender cómo es el personaje público y qué hay detrás del telón, en la intimidad, en la vida diaria, en su trayectoria vital desde la infancia. El empeño es tremendo porque Gelber es también fascinante en su vida común y del intento de Guerriero se zafa cuando quiere y tiene mil máscaras que aún hacen más interesante un trabajo sensacional porque da fe de un talento único que se solapa con una personalidad arrolladora, sin complejos, y una capacidad teatral innata que se deja ver cuando sale a un escenario para ofrecer un recital pero también a la hora de organizar el protocolo de una cena o en las opíparas y exuberantes tardes de té en lo más alto de un elegante edificio del nada elegante barrio de Once en Buenos Aires y en los veranos en Mar del Plata, frente al Atlántico, retiro dorado del titán del piano tras sus décadas de vida en Europa -primero en París, con casa en la rue Cambon, enfrente de Chanel, y luego en Mónaco-. Gelber pertenece a una estirpe de pianistas que ya no existen. Carreras extensas en el tiempo que permitían la maduración del intérprete. Él, además, se sumergió en una atmósfera regia, rodeado de la nobleza y la gran burguesía francesa, siempre tan cercana a la cultura, frente a la española más amante de la jara y el sedal. Conserva amistades con duquesas y otras estirpes nobiliarias, pero su mundo no es sólo el de esa burbuja de oropel. Ha sabido navegar por aguas tumultuosas y combina la sabiduría de desentrañar como nadie los "Intermezzi" de Brahms con estar al día sobre los entresijos de la farándula más rastrera. Nada se escapa a su aguda mirada. Ni el paso del tiempo. Moldea su cara sin cesar. Ama la cirugía estética y pasa, como si fuese una gripe, por las tremendas consecuencias de una poliomielitis en la infancia que marcó su vida, y por un accidente de coche en 2001 en el que se destrozó su mano derecha y tras el cual volvió a tocar -de hecho, su último concierto en Oviedo fue después del terrible percance-. Hay en él una fuera de voluntad de cíclope y sigue en activo ofreciendo conciertos en Argentina y países limítrofes a los que acuden multitudes. En el discurso magnífico que Leila va tejiendo en torno a Gelber se aprecian rasgos hermosos, como su generosidad continua, con la familia, con sus amantes, con los alumnos, con sus colaboradores más directos. También se ve cómo enmascara las partes feas de la existencia, las que menos le gustan, las partes de la biografía más oscuras. Valora y explica muy bien el talento de Martha Argerich, compañera de estudios desde la infancia en la mítica escuela de Vicente Scaramuzza y no tiene el mismo cariño para el trabajo de otro integrante de esa prodigiosa generación de pianistas argentinos, Daniel Barenboim. Gelber es un icono, un eslabón relevante de la interpretación pianística en la segunda mitad del siglo XX. Su áurea permanece intacta. Quizá por ello sobrecoge tanto a la autora cuando asiste a uno de sus conciertos: "Hay algo más impresionante que observar las manos de Bruno Gelber cuando toca -esos movimientos que parecen empezar en algún sitio recóndito de su cuerpo, estar hechos de agua y tener una fluidez reñida con los cambios bestiales de velocidad y de expresión acometidos con seguridad de herrero- y es observar su rostro. Es el rostro de alguien que contempla un cosmos de belleza inaudita o una bendición sideral o un epigrama que contiene el deslumbrante sentido de todo. El rostro de un devoto, de un raptado por el éxtasis, de un condenado, de un profundamente enloquecido". Amén.

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