Pertenezco a una generación anacrónica formada por tipos que se levantan cada mañana con la irrefrenable necesidad de leer los periódicos y de escuchar los informativos de la radio. Somos un grupo de antiguallas, que accedió al uso de razón política en plena Transición; en una época de estreno democrático en la que la existencia de unos medios de comunicación libres y plurales era una maravillosa novedad tras cuarenta años de inauguraciones de pantanos y de demostraciones sindicales en el Santiago Bernabéu. De aquellos tiempos de Maricastaña se nos quedaron fijadas a sangre y fuego algunas verdades inamovibles, entre las que destacaba como un principio fundamental la obligación moral de informarse bien sobre un determinado tema antes de formarnos una opinión.

Los componentes de esta insobornable cuadrilla de lectores compulsivos hemos quedado desbordados por la realidad de las nuevas tecnologías y de las redes sociales. Somos una banda de tipos patéticos, que contempla con envidia cómo a nuestro alrededor hay un número creciente de personas que hablan de lo divino y de lo humano con la autoridad que da el haber leído un par de tuits, haberle echado una mirada a un artículo que alguien ha colgado del Facebook o haber escuchado una selección de incendiarias tertulias televisivas. Nuestra exasperante lentitud, nuestras dudas permanentes contrastan abiertamente con la rapidez y con la seguridad con la que la mayor parte de la opinión pública se construye una visión de la realidad perfectamente delimitada en la que a un lado de la raya están los buenos y en el otro, los malos.

Como era de esperar, los socios de esta secta antediluviana hemos perdido por goleada. A nuestro alrededor se ha construido un mundo de mensajes simples, en el que la reflexión y el pensamiento elaborado se han visto desplazados por el impacto instantáneo. Conscientes de que la ciudadanía huye despavorida de cualquier idea que necesite más de cinco minutos de explicaciones, los políticos han convertido sus intervenciones en una sucesión de frases cortas y de eslóganes sonoros, transformando las campañas electorales en algo más parecido a un clip televisivo que a una ceremonia cívica en el que cada partido se enfrenta a la obligación de explicar sus proyectos de futuro. En medio de este mar de superficialidad desaparece hasta el más mínimo resto de la cultura del esfuerzo. Millones de votantes eligen a las personas que les van a arreglar o a joder la vida los próximos cuatro años dedicándole al análisis de las ofertas electorales menos tiempo del que le dedicarían a meditar sobre los pros y los contras de la compra de una nevera.

La conversión de la política en un artículo listo para llevar ha creado un ecosistema perfecto para el crecimiento de todo tipo de populismos y de demagogias. La fulgurante aparición de partidos de ultraderecha y de todo tipo de falsos profetas, con respuestas sencillas para problemas muy complicados, es la consecuencia lógica de la tendencia general a simplificar el lenguaje político hasta convertirlo en una caricatura de sí mismo. El éxito de las fake news (léase mentiras) es una situación previsible cuando se trabaja con un material informativo de malísima calidad y cuando nadie parece preocuparse por la solvencia de las fuentes que generan una determinada noticia.

Enfrentados al vértigo de cuatro citas electorales en menos de un mes, convendría volver la vista hacia las viejas buenas costumbres. La única forma de digerir el inmenso caudal de información que cada día cae sobre nosotros pasa por pararse un momento y dedicarle un tiempo al noble arte de reflexionar. Devastados por la crisis, acosados por interesadas campañas de desprestigio y con sus profesionales desorientados en medio de la tormenta tecnológica, los periódicos tradicionales siguen siendo un instrumento imprescindible para explicar la realidad y para vacunarnos contra los aprendices de brujo de la mentira y de la manipulación. Puede que no sean perfectos, pero hasta la fecha no se ha inventado nada mejor.