El pasado domingo despertamos con las imágenes de la barbarie en Sri Lanka. Como otras veces, carreras, gritos, sangre, humo y escombros. Casi trescientos muertos y centenares de heridos en siete explosiones: cuatro en varios hoteles y tres en iglesias cristianas. Sri Lanka, la Ceylán de nuestra niñez, tiene forma de lágrima o perla y ahora llora en el océano Índico una desgracia inconcebible.

Otras veces, uno ve por televisión atentados de este tipo y el corazón se sobrecoge con la empatía humana ante el dolor. Sin embargo, en esta ocasión, además, sentí pánico. Porque hace dos semanas estuve con mi familia en la isla y con cada nueva in-formación pensaba lo mismo: podrían haber sido ellos, podríamos haber sido nosotros, podría haber sido yo. Los camareros que nos sirvieron, los guías que nos acompañaron, las personas con las que nos cruzábamos y que nos saludaban, ¿seguirán con vida? ¿Estarán bien?

Ahora evoco ese viaje de mis sesenta años y lo rememoro como cuando, de joven, veía aquella película de King Kong. La majestuosidad de la selva, los templos budistas que brotan de la tierra, con lianas y plantas abrazando sus paredes. Estamos acostumbrados a ver las especias en botecitos, en una repisa del supermercado; allí las hueles, las tocas. Árboles de nuez moscada, pimienta, canela? Los inmensos campos de té de Kandy, en el centro de la isla, a más de dos mil metros de altura. El océano que baña las costas. Los grandes edificios de la capital.

Nuestros guías, Pial y Nuwan, nos mostraron la belleza de una isla, de un país, que se refleja en la grandiosidad de corazón de sus habitantes. Nos explicaron y vimos la gran concordia existente entre las tres grandes religiones: cristianos, budistas y musulmanes conviven en armonía y se respetan. Es la cultura de la educación que se promociona desde el Estado, encargado de pagar todos los uniformes escolares. Y así, a la salida del colegio, niñas musulmanas con la cabeza cubierta se juntan con chicas en manga corta. Todo un ejemplo mundial de convivencia pacífica.

Hasta el pasado domingo. Desde entonces, la barbarie criminal podría prender la mecha de un pasado que los esrilanqueses creían superado. En 1993, con la isla todavía dividida por la guerra civil entre los partidarios del Gobierno y los tigres tamiles, estuve allí y pude palpar esa humildad, esa increíble amabilidad de Sri Lanka. En 2004, volví a verlo. En aquella ocasión, el tsunami que arrasó el océano Índico acabó con la vida de más de treinta y cinco mil personas. El pueblo, solidario, alegre, humilde, supo cómo levantarse y superar la desgracia. Hoy era uno de los principales destinos turísticos de la zona.

Hasta el pasado domingo. De nuevo, un velo de dolor se extiende sobre Sri Lanka. El paraíso vuelve a resquebrajarse. El espíritu de la concordia que había crecido en la isla puede perderse. Hoy, acongojado ante las pérdidas humanas, pienso también en ello. Porque en este mundo de muros y barreras, de constante enfrentamiento a todos los niveles, una minoría ha hecho saltar por los aires este remanso de paz y calma y trata de imponer con el dramatismo del odio una visión sesgada del mundo.

Desde aquí, poco se puede hacer, excepto vencer el miedo y seguir apostando por las materias primas de la isla: nuez moscada, canela, pimienta, fraternidad, armonía. Por encima de todo, procuremos no aislar este paraíso terrenal. No abandonemos a su suerte a la Ceylán de nuestra infancia y a la isla de King Kong de mis recuerdos. Sri Lanka tiene todavía mucho que enseñarnos. Volvamos a creer en esta preciosa perla del Índico.