El hombre de todas las épocas siempre ha incluido entre sus creencias el pálpito de que el fin de los días llegará en un futuro más o menos lejano. Esa debacle está recogida de una forma muy poética en la antigua mitología escandinava. Según ésta, llegará un momento en el que se cernirá sobre la tierra un largo y crudo invierno, el mayor que el mundo haya conocido, que ellos llamaban el Fimbulvetr en nórdico antiguo. Ese invierno durará tres años seguidos. La humanidad se sumirá en el caos, tan desesperada por procurarse alimentos y otras necesidades básicas que todas las leyes y la moral quedarán aparcadas, existiendo sólo la pura y dura lucha por la supervivencia; los hermanos matarán a los hermanos, los padres a los hijos y los hijos a los padres.

Llegado ese momento, los dioses emprenderán una guerra contra las fuerzas del mal, aún a sabiendas de que las profecías ya han avanzado el resultado negativo de la contienda. Una vez armados y pertrechados se enfrentarán al enemigo en la batalla final, o Vigrid. Odín luchará contra Fenrir, auxiliado por los guerreros humanos escogidos y que aguardaban este momento en el Valhalla, algo así como el cielo de los vikingos; pero finalmente todos sucumbirán y el mundo entero se hundirá en el mar, con lo que todos los elementos de la creación, y todos los hechos acaecidos desde ella, darán paso al vacío más absoluto, como si nada hubiera ocurrido o existido jamás.

El compositor alemán Richard Wagner (1813-1883) concibió, entre otras muchas obras, una tetralogía operística cuyo título original era Der Ring des Nibelungen, traducida como El anillo del Nibelungo. La última de las óperas de esta tetralogía, Götterdämmerung o El ocaso de los dioses, tiene como título en alemán la palabra que en esa lengua expresa lo que los antiguos nórdicos llamaban Ragnarök, que es el mitológico fin de los días que se describe en el párrafo anterior. A mí, para serles sincero, la ópera que me gusta es la italiana: Rossini, Puccini o Verdi se encuentran entre mis compositores favoritos de este género. Pero debo reconocer que, mientras escribo estas líneas, estoy escuchando El ocaso de los dioses y me está enganchando. Ahora bien, ¡espero acabar el artículo antes de que concluya la ópera, pues ésta dura cinco horas y me esperan para cenar!

Hoy en día, en alemán moderno, y en inglés como préstamo lingüístico, el concepto de Götterdämmerung ya no se emplea para referirse al fin del mundo, sino más bien al colapso, por lo general violento, de una sociedad, régimen o institución. Eso me recuerda que, hace unos cuatro años, el líder de un partido político afirmaba que «El cielo no se toma por consenso, sino por asalto», frase también empleada en su día, precisamente, por un alemán: Karl Marx. Es curioso que el "revolucionario" líder español viva ahora en una gran mansión, rodeado de otros opulentos vecinos. Dado que ahora es padre de familia, le deseo lo mejor, entre otras cosas que sus hijos puedan vivir en un país en el que nuestros gobernantes no nos conduzcan al Götterdämmerung.

Lo mismo deseo también para Elche. La verdad es que cada vez me preocupa más nuestra ciudad y, al mismo tiempo, cada vez me gusta más, a pesar de sus contradicciones. Pero algunas cosas que veo suceder en ella me dan mucha pena y otras me originan una gran zozobra.

Les voy a ilustrar lo que les quiero decir, si me lo permiten, con una anécdota personal. El pasado lunes una amiga que trabaja como inspectora de la producción de calzado, que posteriormente se importa, en fábricas de China y de la India, nos propuso a mi mujer y a mí salir a ver las procesiones y a cenar después con un fabricante indio y su esposa, que acababan de llegar a nuestra ciudad procedentes de Nueva Delhi. Me encantó el plan, porque me daba la oportunidad de conocer personas de otra cultura y de practicar inglés, dos cosas que me encantan; bueno, y de salir a cenar por Elche, que tampoco es cuestión baladí.

En muchas ocasiones, cuando uno acompaña a visitar su propia ciudad a personas extranjeras, máxime si provienen de una cultura tan diferente, la ve con otros ojos. Lo primero que me sorprendió gratamente fue como les gustó presenciar la procesión; es obvio que ellos no compartían el hecho religioso, pero tampoco lo hacen muchos de los propios ilicitanos que las presencian. Lo malo llegó cuando me preguntaron dónde se encontraba el centro comercial, pregunta que me formularon mientras paseábamos por la Corredora. Afortunadamente, pasada la Glorieta, miraron a la izquierda y vieron la tienda de Zara, momento en el que pude sacar pecho, pues no sabían que la marca es originaria de España.

Más tarde nos dirigimos a un restaurante en la Plaza de las Flores, donde de nuevo pudimos presumir, pues la cena fue sobresaliente. Pero de nuevo, esas contradicciones que tiene Elche: al salir del local nos topamos con el desastre del Mercado Central. ¿Cómo explicar eso a alguien de fuera? Creo que es imposible, tampoco lo acabamos de entender los ilicitanos.

Pero no se preocupen, dentro de poco hay elecciones, de modo que, si hacemos caso de las promesas de los partidos, el asunto del mercado se solucionará, los niños estudiarán en edificios jalonados de mármoles, las infraestructuras viarias y ferroviarias serán casi como las de Valencia capital y ataremos los perros con longanizas. Creo que vamos a ser una de las ciudades de España en la que más candidaturas se presenten, así que por la cantidad de la oferta no será. Otra cosa, bien distinta, será la calidad de ésta.