Todos los amantes del arte sentimos, este lunes santo, una profunda conmoción, al ver cómo las llamas parecían querer devorar totalmente y reducir a pavesas un monumento tan emblemático como Notre Dame de París, paradigma del gótico germinal; gracias a Dios y a su madre, titular del templo, el armazón pétreo de la catedral, prodigio de la ingeniería casi orgánica característica de ese estilo, resistió los furibundos embates del fuego, y los daños han quedado prácticamente circunscritos a la cubierta de viguería de madera.Después de la salvación de la catedral parisina, la mayor sorpresa agradable ha sido ver la reacción social provocada por la conciencia de lo que podría haber supuesto una tragedia artísticamente imponderable. Ante todo, destaca la muy ejemplar del presidente nacional galo, Emmanuel Macron, quien sin complejo ninguno ha proclamado: «Es nuestra historia y está ardiendo; pero quiero tener unas palabras de esperanza con ustedes: la reconstruiremos todos juntos; nuestra gran misión colectiva es asegurar la continuidad de la nación francesa, reconstruyendo nuestra catedral; reconstruiremos Notre Dame, más bella que nunca, y ése será nuestro trabajo y nuestra misión». ¿Qué se puede decir, si no felicitar a un político que sabe captar la esencia de la política como la identificación y el cumplimiento de los anhelos más profundos de un pueblo, que son los que anidan en su cultura y en su historia? Ante semejante reacción, ¿será legítimo sentir admiración y hasta envidia por nuestros vecinos transpirenáicos?: pues yo las siento intensamente, y más viendo el panorama peninsular, donde la política tanto se ha desvinculado de la ciudadanía, y más aún de la cultura, hasta el punto de que parecemos, a veces, estar gobernados por auténticos analfabetos funcionales. Mi desazón alcanza el nivel crítico, cuando fijo la mirada en mi amada Orihuela, donde hasta ahora han caído en saco roto mis angustiosas peticiones para salvar uno de sus máximos edificios: la iglesia de San Agustín, reducida, por imperdonable desidia colectiva de varias décadas ya, al mayor de los abandonos; ¿cómo se entiende eso en un templo: auténtica joya del siglo XVIII, que posee la cuarta torre en importancia, de la ciudad, el más amplio de sus interiores con planta realmente catedralicia, y la más airosa de todas sus cúpulas? Quizá se aduzca que no hay comparación entre Notre Dame y San Agustín; pero tal aserto es rotundamente falso, pues lo propio del arte es su singularidad, y así todas las obras de arte tienen en común el ser absolutamente únicas e irrepetibles. Por eso, es muy triste que se haya tenido que llegar a la tragedia de París, para que la gente comprenda la importancia del arte, y su grandísimo valor especialmente para la fe. Si un país tan laicista, revolucionario y hasta jacobino como Francia ha sabido comprender en estos cruciales momentos que lo más genuino de su identidad colectiva reside en el arte de un templo, ¿tiene explicación que la otrora levítica Orihuela, que justo ahora está reviviendo tantas gloriosas y ancestrales tradiciones en la mayor de sus semanas, permanezca insensible a uno de sus templos más monumentales? Paisanos míos, yo me niego a callar por más tiempo, para no ser cómplice del continuo atentado que contra el patrimonio de nuestra ciudad se está perpetrando, y, aun carente de toda autoridad, sólo quiero alzar mi voz, para unirla a la de todos los que todavía amáis a Orihuela, de modo que todos juntos comprendamos que no hay empeño colectivo más noble que el de salvar y transmitir a las futuras generaciones lo que nosotros tan generosamente recibimos de las que nos precedieron, como muy ejemplarmente han asumido ya los franceses todos con su presidente al frente.