Uno de los principales problemas que sigue teniendo España es la diferencia de desarrollo que existe entre la ciudad y el campo. Es lo que se ha llamado la España vacía, concepto que Sergio del Molino desarrolló en su libro de mismo título (La España vacía. Turner, 2016) en el que radiografió la sociedad española para tratar de entender el histórico atraso que la España rural ha sufrido desde siempre. Las causas han sido muchas y si en algún momento pudo superar nuestro país este problema fue durante la Segunda República, cuando se pusieron en marcha proyectos tan interesantes como las Misiones Pedagógicas que tuvo como misión llevar el arte, la literatura y el teatro a más de 7.000 pueblos y aldeas de España. Aunque en la campaña electoral los partidos políticos hayan hecho las habituales promesas electorales de recuperación y dignificación del mundo rural, hay que resaltar que son las comunidades autónomas las que deben trabajar, cada una en su ámbito, por otorgar a las poblaciones pequeñas el máximo posible de infraestructuras y alicientes para que finalice, o al menos se ralentice, la progresiva pérdida de población que viene sufriendo desde finales de los años 70.

Si bien es cierto que las recientes manifestaciones celebradas en Madrid, exigiendo una solución firme y necesaria para el déficit de infraestructuras y otros servicios esenciales como la educación y el transporte que centenares de poblaciones españolas sufren a diario, tienen su razón de ser y aunque también los habitantes que se sienten olvidados por la Administración tienen derecho a reclamar un cambio de mentalidad de los poderes públicos, hay que estudiar la parte de culpa que tienen los propios habitantes de estas poblaciones pequeñas en el crónico atraso que sufren desde hace ya muchos años. O más bien habría que decir que más que un atraso en la modernización el problema se ha convertido en su falta de inclusión en el modelo de sociedad del siglo XXI.

Durante el franquismo se promocionó la desconfianza de los habitantes de pueblos pequeños hacia todo lo que procediera de la ciudad. Se hicieron numerosas películas -con la autorización de las autoridades franquistas- en las que los actores y las actrices que vivían en pueblos en los que sólo había caminos polvorientos y ovejas se reían de los habitantes de ciudades que en verano iban de vacaciones a esos pueblos. Películas en las que cuando a alguno de esos pueblerinos a los que se hacía hablar de manera grotesca y a gritos se le ocurría ir a la ciudad a buscar fortuna se le ridiculizaba y era víctima de engaños y abusos hasta que regresaba a su pueblo donde, según admitía, todo era un remanso de paz y buenas costumbres. Me refiero a las películas protagonizadas por Paco Martínez Soria o a otras como Surcos (1951) cuya dureza de diálogos roza en el sadismo.

A la natural y tradicional desconfianza de los habitantes de los pueblos hacia todo lo que venga de fuera se ha sumado en los últimos años un nacionalismo bobalicón y con pocas luces en las zonas de España con históricas reivindicaciones identitarias. Con la aprobación de la Constitución Española, el paulatino desarrollo de las comunidades autónomas y el grado de competencias propias, deberían haber sido motivo más que suficiente para que los deseos independentistas no tuvieran cabida en nuestra sociedad. Los estatutos de autonomía fueron un triunfo de la democracia española que se consiguieron gracias al esfuerzo de todos los españoles que durante el franquismo lucharon por la recuperación de las libertades de manera individual y de manera colectiva a través de los estatutos de autonomía.

Sin embargo, el resurgir del nacionalismo en pueblos con jóvenes nacidos y criados en democracia responde a la caricatura que ellos mismos hacen de las ideas nacionalistas tal vez como una respuesta a su dificultad de integrarse en una sociedad moderna y multicultural.

Son acertadas las recientes manifestaciones -a las que antes me he referido- exigiendo servicios públicos modernos en pueblos en los que en ocasiones ni siquiera tienen señal de internet, pero estas mismas personas que se manifestaron deberían empezar por sensibilizar a sus vecinos de la necesidad de abandonar de manera definitiva la desconfianza hacia lo que venga de fuera, los apodos y los diminutivos sarcásticos de los que van a ganarse la vida y a trabajar a sus pueblos en los que viven y, sobre todo, a dejar de ver a los turistas que desean conocer sus calles y su historia como de posibles víctimas de engaños y objeto de risas.