He releído estos días, en medio del homenaje que dedicábamos a Juan Gil-Albert a los XXV años de su muerte, Candente horror, aquella obra que escribió entre 1934 y 1935, donde un joven de treinta años transformaba su orientación estética para darnos cuenta, en la historia contemporánea, de las «penumbras que nos aplastan la cabeza», de la realidad terrible de aquellos años. Fue un tiempo poético transitorio que duró desde el año en que la obra se publicó, 1936, al final de la guerra civil y la derrota republicana que convirtió su vida en la de un exiliado en México en 1939 y en un «exiliado interior» a partir de 1947, pero con esa obra temprana Gil-Albert se situó entre los escritores que anunciaron con bastante antelación el horror del fascismo y el nazismo, establecidos en Italia y Alemania, horror que desde luego no iba a tardar en asolar toda Europa.

Hago estos ejercicios de recuerdo literario cuando otra vez, en la historia europea, aparece la palabra fascismo para calificar movimientos, partidos, gobiernos incluso que han surgido en los últimos años. Ninguno de ellos se autocalificaría así, pero no hay duda que lo que se está intentando explicar es por qué tienen una base social amplia partidos en los que el nacionalismo y la xenofobia se están convirtiendo en exponentes y referentes de una Europa que podemos identificar en crisis y desconcierto máximo: en Italia y Austria entraron ya en el gobierno, en Hungría lo controlan, en Francia han estado a las puertas? en varios países hay amplitud de movimientos sociales que confluyen en nacionalismos xenófobos y autoritarios. De España, ahora mismo hablaremos.

¿Es todo esto fascismo? Se ha explicado suficientemente que la aparición de estos movimientos, quitando excesos escuadristas como los de Amanecer Dorado en Grecia, no iba a tener la apariencia de los fascismos de los años veinte: ni correajes, ni formaciones paramilitares, ni uniformes (al menos de momento), sino mensajes políticos antidemocráticos más o menos disimulados que pudieran enlazar con ese subconsciente popular que vive en el debilitamiento del Estado social (sanidad, educación, asistencia social, derechos laborales, libertades, etcétera) una crisis que se debe imputar sobre todo a los que han gobernado hasta junio del año pasado en España y hasta mayo de 2015 en el País Valenciano, que no sólo debilitaron el Estado social con sus recortes, sino que extendieron la corrupción.

En España, un partido como Vox se ha hecho el ejemplo inesperado de un nuevo fascismo y tiene presencia parlamentaria en Andalucía, y la va a tener, si los votantes no lo impiden, en las próximas elecciones. Entre sus tareas principales está acrecentar la crispación mediante objetivos que plantean la anulación de leyes (insuficientes aún, pero imprescindibles) por las que se luchó y se acabó consensuando: la ley de violencia de género, la de memoria histórica, la de interrupción voluntaria del embarazo, junto al desmantelamiento de las pensiones y de los restos del Estado social, el rechazo de la acogida de emigrantes, son algunas de las exigencias de esta formación que parece tener en las pistolas y la legalización de la posesión libre de armas el sustento de la convivencia.

A este proceso, se une la derechización competitiva de las otras dos formaciones que contienden electoralmente con ésta, el Partido Popular y Ciudadanos, aunque como han declarado muchos de sus dirigentes se apoyarán sin duda en ellos para conseguir gobernar, como han hecho en Andalucía. En la Europa también amenazada, algunas derechas más civilizadas plantearon un cordón de seguridad frente al crecimiento fascista, y nunca una alianza. Aquí, las tres formaciones de la derecha buscan el acuerdo para gobernar tras el 28 de abril, sin importarle los riesgos en los que el país se precipite.

Que son muchos. El de Cataluña quizá sea el más urgente y las soluciones empleadas hasta ahora por los anteriores gobiernos de la derecha no han hecho otra cosa que incrementar el porcentaje de independentistas, por lo que la amenaza de suspender la autonomía y recentralizar el Estado no será más que un nuevo semillero de independentismo y un acrecentamiento del conflicto. Creo que la negociación es la única salida para reenfocar este problema y estoy de acuerdo que, a pesar de las graves dificultades e irresponsabilidades que plantea una parte del independentismo, animada por la autoritaria cerrazón del peor nacionalismo español, hay que seguir intentándola con la idea central de recuperar la convivencia.

Los problemas más graves vendrán si no hay una respuesta social contundente ante horrores que vemos todos los días y por la supresión de las actuaciones que se han puesto en marcha para atenuarlos: el partido que reclama la suspensión de la ley de violencia de género debería ser acusado de cómplice de los asesinatos de mujeres que siguen jalonando nuestra vida cotidiana; la suspensión de la Ley de Memoria Histórica (a la que empiezan a apuntarse las otras dos formaciones aunque el Partido Popular ya la suspendió de hecho en su gobierno al negar toda financiación) significa por ejemplo no cerrar con su recuperación la ignominiosa dispersión en nuestra geografía española de miles de cadáveres asesinados por el franquismo.

Los problemas de las migraciones masivas en el Mediterráneo, rechazadas por las derechas, y con tímidas respuestas de algunas izquierdas, sólo pueden solucionarse con solidaridad y una política europea de acogida y actuación frente a los problemas que las están generando. Quizá esos cadáveres que se hunden diariamente en el Mediterráneo sean el signo más claro del candente horror que estamos viviendo.

Para concluir estas breves notas sobre el peligro que significan los nuevos fascismos y las complicidades de la derecha española con los mismos, sólo me cabe recordar la importancia del voto el 28 de abril, dirigiéndolo a una izquierda transformadora que quiera detener peligrosas aventuras políticas para restablecer la posibilidad de un futuro solidario.