Solo le veo el cogote, el pelo recortado de la nuca, sudoroso después de una eterna jornada de trabajo. Si voy con prisas, ni siquiera lo miro a los ojos a través del pequeño retrovisor, pero sé que su mirada está ahí. Echa la cabeza hacia arriba para contactar conmigo y me pregunta: «Buenos días, ¿adónde le llevo?». Son las mismas palabras de siempre. Cada viaje, cada ruta, cada carrera.

Los taxis me conectan con una parte de mi pasado y el pasado de todos nosotros. Frente a ellos, los modernos, que ni siquiera sé cómo se llaman porque cada vez tienen un nombre distinto, representan un futuro al que no me gustaría llegar. Porque detrás de esas iniciales y de toda esa modernidad de fachada, ¿hay algo? ¿Hay alma? Uniforme, guantes y botella de agua, de acuerdo, pero ¿hay algo más? En algún despacho de algún lejano país, alguien que nunca ha pisado un taxi (porque siempre llevaron chófer) pretende cargarse mi pasado.

A mí me han acompañado toda la vida. Conozco taxistas desde hace muchos años. De Barcelona, de Sevilla, de Madrid, de Alicante? Conozco su historia, su familia y cuando voy a cualquier ciudad los llamo y, si están libres, vienen al minuto. Y entonces retomamos las conversaciones pasadas, casi en el mismo punto en el que las dejamos meses atrás. «Como decíamos ayer»; igual que fray Luis de León. Y es que un taxista es un amigo. Lo demás está robotizado, fruto de la tecnología que nos golpea como un tsunami. Parece casi una prolongación del motor. Tanta uberización está pulverizándonos. ¿Alguien echará la mirada hacia atrás en el retrovisor, de tanto en tanto, para comprobar si estamos bien? ¿Alguna voz amiga te preguntará adónde vas o solo se limitará a mirarlo en un teléfono?

Creo que el taxi, más allá del propio servicio público que ofrecen, es un auténtico servicio público. Empresarios de sí mismos, sufren y sienten en sus cuerpos los vaivenes de un futuro que se les quiere imponer a base de destrozarlos, de borrarlos de nuestros recuerdos y nuestras vidas. Sus familias, mujeres o maridos, hijos y nietos, sufren también. Sobre todo en la reciente huelga de Madrid y Barcelona. Ahí sufrimos todos. Porque todo parecía estar en su contra. Y, encima, con el sacrificio que supuso para ellos el paro, la gente probó la competencia y ahora están peor.

Por ello, desde aquí lanzo mi apoyo total a este gremio. Son horas y horas al volante, muchos gastos y pocos ingresos. El taxi es su casa. Y, lo mejor, hacen que nos sintamos en la nuestra. Quizá no tengan agua gratis, pero el habitáculo no parece el frío vestíbulo de cualquier hotel. Dentro de un taxi se vive el momento real: si hay fútbol, fútbol; si aparece un político en la radio, política. Uno sale debatido e informado, no solo con un seco buenas noches.

Tengo mil historias en un taxi y siempre con un taxista, hombre o mujer. Humano, cercano. Dispuesto a ayudarme en esa ciudad extraña, en esas noches gélidas donde la lluvia enfría todo a mi alrededor. Al calor de un taxi y de la conversación de un taxista, solo puedo responder a la eterna pregunta de «adónde le llevo» con un sonriente, tranquilo y agradecido: «Lléveme al lugar donde están mis sueños». Y estoy convencido de que el taxista me llevará.