Los antiguos relatos sobre el origen del universo muestran las distintas visiones que los hombres han tenido acerca de qué y cómo está hecho el mundo: de barro o agua, por ejemplo. Sin embargo, en nuestra tradición el Génesis cuenta que el mundo está hecho de palabras y que todo apareció de la nada en cuanto se lo decía y pronunciaba. El poder creador no se describe como construcción o fabricación, ni siquiera como la fuerza para fundir las aleaciones primordiales, sino como el poder del lenguaje y la voz: la energía original del universo está en la tenue forma que recibe el aliento convertido en palabra.

Así que la creación consistió en llamar a las cosas por su nombre. De ahí surgió nuestra confianza en que podemos decir lo que las cosas son, pero, al mismo tiempo, de ahí deriva también nuestra certeza de que su verdadero nombre permanece inalcanzable e inaudito para nosotros. Por eso, paradójicamente, quien aspira a decir las cosas, a decir lo que son, guarda largos silencios: necesita estar a la escucha para convertir su voz en el eco -siempre incompleto- de ese nombre primero. La palabra que no surge de la escucha nace prescindible.

Entre nosotros nadie asume la misión que Adán recibió de poner nombre a las cosas como los poetas: decir lo indecible es el esfuerzo siempre frustrado y siempre renaciente por alcanzar el nombre de todo, por pronunciarlo y sacar todo de esa nada secundaria que es el olvido y la confusión. Como dice José Mateos, «el poeta tiene que descender hasta el origen del idioma para aprender a hablar desde ahí». Precisamente la palabra que parece surgir de la imaginación más arbitraria, la poética, es la que nace con la exigencia más insobornable de exactitud. Octavio Paz llamó a esa palabra la «casa de la presencia». Nadie busca la palabra o el decir exacto e imposible con más ahínco que el poeta genuino. Los demás nos damos prematuramente por satisfechos.

Más prosaicamente, es decir, en prosa, hablamos todos los demás: los narradores, los filósofos, historiadores, los jueces y abogados, los comunicadores y periodistas son todos ellos descendientes del linaje de los poetas. Pero nuestra renuncia a decir lo indecible no nos autoriza a dimitir del empeño por la exactitud. Ese afán tiene un nombre que hoy pocos se atreven a pronunciar, y es una de aquellas viejas palabras que hemos dejado de decir: la verdad. Nada más decirla el que la dice se vuelve sospechoso de lo peor. Y, sin embargo, incluso aunque fuera imposible sería irrenunciable, si es que queremos que el lenguaje sea algo más que poder o fuerza de dominación.

En ese contexto, apelar al relativismo es convertirse en cómplice de los poderosos para darles servida su coartada: lo que los débiles llaman abuso sería solo su incapacidad para evitarlo. En cambio, las víctimas de injusticias saben bien que, a diferencia de lo que desearían los poderosos y sus cómplices, la verdad existe y hasta se la puede procurar con precisión. En castellano la palabra «justo» es al mismo tiempo el fruto de la justicia y de la exactitud: no hay una cosa sin la otra. Y esa exigencia cruza tanto la ficción narrativa como la noticia periodística, la defensa pública del abogado como el amparo de los hechos del historiador, la ajustada precisión de las sentencias y la exactitud del filósofo.

Es muy necia la ignorancia que lleva a creer que los hombres de letras se mueven entre vaporosas ocurrencias sin la coerción de la exactitud y sin la aspiración de la precisión. Y todavía más necia la suposición de que esa aspiración no tiene valor público o político, y que nuestras sociedades dependen en lo sustancial del poder residenciado en sus aspectos económicos o tecnológicos.

En realidad, el relativismo suele ser el refugio de los que pretenden la irreprochabilidad de un poder ilimitado sobre las cosas, los demás o sobre sí mismos. Los que quieren que pase por la realidad lo que ellos prefieren y que sus palabras produzcan lo que significan a su arbitrio, reducen el lenguaje a poder con la forma de la tecnología de la persuasión. Pero hasta la mentira tiene que rendir homenaje y reconocer la preeminencia de la verdad para imitarla y hacerse creíble mediante la verosimilitud.

No obstante, al tecnólogo del decir se le reconoce porque no quiere conversar sino convencer, pues es incapaz del genuino dialogo. En efecto, cuando todo es discutible inevitablemente dejamos de discutir y empezamos a disputar. El dialogo solo tiene sentido para comunicar, aprender o enseñar, pero si lo que se pretende es vencer, entonces es cuestión de mera fuerza y hasta de violencia, aunque sea con las palabras y con las manos a la espalda.

La comunicación hecha de palabras no es solo un medio para vivir juntos, sino, como dice Judt, «parte de lo que significa vivir juntos». Vivimos en las palabras que son por eso el primer espacio público, o mejor, el espacio público por excelencia y el primer bien común. De ahí que la mentira, la manipulación histórica, educativa o informativa y la injusticia socaven el espacio primero de la convivencia y degraden nuestra vida común hasta la indignidad. En cambio, las palabras de los que sacan a la luz lo oculto, ya sea de las intrigas de los poderosos como hacen los periodistas o los jueces, o de los pliegues del corazón del hombre como los poetas, o de los rincones del olvido como los historiadores, se cuentan entre los primeros y principales servicios públicos.

Donde hay alguien que quiere atenerse a la verdad, los inocentes, débiles, indefensos y desconocidos tienen una esperanza. La determinación de llamar a las cosas por su nombre tan precisa y exactamente como sea posible, sigue siendo la forma más efectiva de acercarse al origen, de ser original y, sobre todo, libérrimamente capaz de no hablar solo por boca de otros y a su gusto, sino recreando con el débil eco de su voz el indecible nombre de las cosas.