Información

Información

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

El indignado burgués

La dignidad

Desde los tiempos de las antiguas Roma y Grecia, cunas de la Civilización Occidental, el objetivo primordial del progreso ha sido velar por la dignidad del ciudadano. Es verdad que, como decía un amigo al que echo mucho de menos, la dignidad no se come y los pueblos necesitan antes que nada alimento. Remataba la frase con un «Javier, tú eres un estético» que era uno de sus peores calificativos, pero sinceramente pensaba y pienso que la dignidad está incluso por encima de la vida porque es lo que nos define como seres humanos. Comer sin dignidad, solo por sobrevivir, no sé si merece la pena, pero claro, nunca me he visto en tal tesitura.

En todo caso hay un horizonte que a todos nos atañe, querámoslo o no, ya que nuestras vidas son los ríos que van a dar a la mar que es el morir. El drama de perder la propia dignidad en los años finales de la vida, que encima cada vez es más larga, es angustioso tanto para los que sufren la situación -o simplemente su cerebro decidió desconectar de sus recuerdos- como para los que ven dolorosamente cómo el deterioro acaba con la persona que conocieron y amaron. El caso de Ángel y María José me conmueve profundamente y nos señala un camino, porque es cada vez más evidente que la ciencia ofrece soluciones paliativas que no curan, pero prolongan la vida quizá más de lo aconsejable y de lo que querrían los afectados.

Ese «Señor, llévame pronto» que musitaban nuestras abuelas, es cada vez más un grito silencioso de desesperación en muchos hogares y en muchas residencias de ancianos. Comprendo perfectamente a quienes por creencias religiosas estiman que el dios en el que creen les manda, decide sobre sus existencias y si las cartas que les reparte son malas es una prueba para ganar sus respectivos paraísos, bien de los angelitos trompeteros o de las huríes con ajorcas en los tobillos. Personalmente creo más en la libertad del ser humano para decidir sobre su propia existencia, tanto a la hora de concebir hijos como en la de despedirse de este mundo con un «hasta luego y gracias por el pescado». El problema es cuando no decides, sino que alguien tiene que decidir por ti, o llevarte cuando tú ya no eres capaz de trasladarte, o prestarte sus manos cuando las tuyas son incapaces del mínimo gesto.

No me gusta nada el lema que tanto se aplica últimamente por el que somos quienes no somos y ficticiamente asumimos el supuesto delito de otros, como pasó con la madre andaluza. Yo no soy Ángel, pero sí que puedo comprender perfectamente el abismo de desesperación y de amor que hay en su gesto. Por cierto, que lo podía haber hecho en privado y nadie se lo hubiera reprochado, pero a menudo hay que soltar un aldabonazo para que la sociedad reaccione y que no sólo se lleven el gato al agua los que chillan, sino que también respondamos solidariamente ante las causas justas.

Para nada hay que defender el matar para librarnos de un problema. Eso es y seguirá siendo, espero, un delito. Y desde luego no defiendo el suicidio, ni voluntario ni asistido, aunque esté en la naturaleza y en la libertad de cada individuo. Pero regular la eutanasia me parece tan justo y razonable como dejar muy claro el testamento vital por el que nos negamos a que nuestra vida se mantenga artificialmente, lo diga quien lo diga, sea un médico o un pariente.

María José, para irse de esta vida, no es justo que haya tenido que recurrir a las manos de su marido que se enfrenta a la cárcel, ni a un medicamento comprado en internet que vaya usted a saber qué efectos podía tener o si, después de todo, era agua con polvos coloreados. La dignidad está también en morir, y en morir bien si tienes ese privilegio, asistido por profesionales y en las mejores condiciones posibles. Y el trago que tuvo que pasar Ángel, dando de beber el veneno con una pajita a su mujer, es de los que no deseas ni a tus peores enemigos.

Tengo la sensación de que el progreso algunas veces es una ayuda y otras un lastre. Si estamos programados para vivir equis años, todo lo que los exceda va en nuestra contra, si no van acompañados de la mínima calidad de vida. Ves ancianos cuyo mundo se quedó atrás y que no tienen ningún motivo razonable para seguir arrastrándose y otros que siguen a los noventa y muchos aportando a los suyos y a la sociedad su experiencia y talento.

Pero claro, depende. Si a mí me prometen que en la década novena de mi existencia podré acudir a una tertulia de café con intelectuales y seguiré debatiendo de Felipe II o de las Guerras Púnicas, compro. Y si me dejan seguir escribiendo en este periódico una columna semanal y todavía hay lectores a los que puedo aportar una sonrisa o una reflexión, también compro. Ese fue el caso de Sánchez Ferlosio que les contaba la pasada semana.

Caso contrario quiero tener la posibilidad de elegir (y esto también puede valer como testamento vital). Fuerza y honor, Ángel.

Lo último en INF+

Compartir el artículo

stats