La semana pasada se hizo viral, como dice la juventud urbana, un pequeño vídeo correspondiente a un fragmento del interrogatorio a un señor alemán, que no sé qué demonios pintaba ahí, por cierto, en el marco del juicio que se sigue contra los presuntos golpistas catalanes en el Tribunal Supremo. En ese vídeo, el teutón contestaba a la pregunta que se le formulaba con una larguísima perorata. Al dirigirse el presidente de la Sala al traductor para solicitarle la versión en español, éste la despachó con un lacónico «dice que no».

Esta anécdota me trajo a la mente lo curioso que resulta el modo en que se traducen, o se inventan más exactamente, al español, los títulos de las películas rodadas en otros idiomas, singularmente en inglés. Pero aún más curioso resulta el hecho de que esos títulos, en ocasiones, no son los mismos cuando la misma película se proyecta en España o en Hispanoamérica. Tal es el caso de la película que da título a esta columna y que era, a su vez, el que adoptó en los países americanos de habla española la que tenía por título original en inglés To Sir, with love. Sin embargo, la misma película se tituló Rebelión en las aulas en España. Como pueden comprobar, nada que ver.

Al maestro con cariño (coincidirán conmigo en que la traducción americana es mucho más acertada) es una película británica de 1967, estrenada en España en 1968 y protagonizada por Sidney Poitier. Poitier hace el papel de un ingeniero de color, Mark Thackeray, originario de la Guayana británica, que aterriza como profesor en un colegio londinense cercano a la zona portuaria. Allí se encuentra con un grupo de estudiantes desordenados e impúdicos, más aquejados de una mala educación que de unos rasgos verdaderamente antisociales.

El señor Thackeray se enfrenta a la insolencia de estos jóvenes y, en especial, a la arrogancia de uno de ellos, Bert Denham (interpretado por Christian Roberts), que se comporta de la forma más procaz y disruptiva de la que es capaz. Para subvertir este orden de cosas, el profesor pergeña un plan que consiste en lanzar un reto a sus alumnos: si quieren ser tratados como adultos, cosa que están próximos a ser, deben comportarse como tales. Al tiempo, pone en práctica conceptos revolucionarios para la época, como llevar a los alumnos de excursión a museos, o contarles su propia experiencia, como un niño y joven desfavorecido.

El resultado de estos métodos es espectacular. Los alumnos se tornan corteses, se dirigen a él como «sir» (señor, tratamiento habitual para los profesores en el Reino Unido, incluso hoy en día) y entran al aula en perfecto orden; todos salvo el díscolo Denham, quien no se da cuenta de la situación hasta que un día, haciendo boxeo en una clase de educación física, recibe un buen puñetazo del profesor en la boca del estómago.

Como verán, esta semana no hay literatura en este artículo, aunque ¿qué es el cine, sino una expresión literaria en movimiento? Al fin y a la postre, todas las películas, buenas o malas, están basadas en un guion, que no deja de ser literatura. Pero tampoco va a haber en este artículo política, bastante saturados estamos ya con esta eterna campaña electoral que nos asfixia desde hace meses y parece que no tenga fin. No, en esta ocasión, como ya les adelantaba que iría haciendo en el Esperando a Godot, del pasado día 29 de marzo, voy a intentar compartir con ustedes algunas reflexiones en torno a la educación.

«La juventud de hoy ama el lujo. Es mal educada, desprecia la autoridad, no respeta a sus mayores, y chismorrea mientras debería trabajar. Los jóvenes ya no se ponen de pie cuando los mayores entran al cuarto. Contradicen a sus padres, fanfarronean en la sociedad, devoran en la mesa los postres, cruzan las piernas y tiranizan a sus maestros». No lo digo yo, por eso lo entrecomillo, sino que esta aseveración la hizo el filósofo griego Sócrates, uno de los padres del pensamiento occidental, que vivió entre los años 470 y 339 a.C., es decir, hace dos mil quinientos años.

Igual que en la película de Poitier, salvando obviamente las diferencias insondables que nuestras sociedades han experimentado en los últimos cincuenta años, e igual que decía Sócrates hace veinticinco siglos, la queja fundamental, sobre todo entre los docentes, es que el comportamiento disruptivo de muchos alumnos es la causa fundamental de los malos resultados del conjunto en todas las pruebas, externas e internas, a que son sometidos. La diferencia fundamental en nuestros días, con respecto a épocas tan pretéritas, es la quiebra de confianza entre las familias y las instituciones docentes, totalmente injustificada desde mi modesto punto de vista.

Entre profesores y maestros, como en todas las profesiones, hay personas que realizan su trabajo con mayor o menor dedicación, pero les puedo asegurar que en el colectivo docente, la implicación con los alumnos y sus familias es máxima en la mayoría de los casos. Salta a la vista que no todos tenemos el empaque de un Sidney Poitier pero, por favor, la próxima vez que recoja a su hijo del colegio o del instituto y éste les diga que ha sido castigado o reprendido por su profesor, no le digan «se va a enterar», sino «te vas a enterar». Ese sencillo gesto mejorará la educación de su retoño más que todas las reformas educativas emprendidas en los últimos treinta años juntas.