Hace veinte años comenzaba el bombardeo de la OTAN contra la República Federal de Yugoslavia, bautizado como "guerra humanitaria", pues al ser una intervención militar realizada en contra del derecho internacional necesitaba un apelativo que justificase su "bondad". Una guerra no solo emprendida sino también conducida de forma ilegal, utilizando las tristemente famosas bombas "inteligentes" de racimo (152 containers con 35.450 cluster bombs) y en casi mil ataques aéreos 21.700 toneladas de explosivos, muchas veces con uranio empobrecido. Los bombardeos contra trenes de pasajeros civiles, embajadas, cadenas de televisión, mercados, hospitales, autobuses, cárceles, no fueron más que "efectos colaterales" de una guerra bendecida moralmente por las grandes democracias occidentales (muchas de ellas gobernadas entonces por partidos progresistas, no por el Trump de turno).

En el nombre hipócrita de los derechos humanos el primo-de-zumosol americano hizo lo posible para asegurarse de que lo que quedaba de Yugoslavia bajo el delirio nacionalista de Miloševic no pudiera aceptar la trampa diplomática de Rambouillet (que exigía una ocupación a tiempo indefinido del territorio yugoslavo por las tropas de la OTAN). Se exageró el casus belli de la masacre de Racak para enfurecer la conciencia moral de los europeos y fortalecer el apoyo de la opinión pública a la intervención militar. Después se eludió decir que a raíz del ataque las violaciones de los derechos humanos se incrementaron notablemente. Derechos que fueron aplicados de manera selectiva, reconociendo luego al Uck local, el Ejército de Liberación de Kosovo, declarado un año antes organización terrorista por la ONU, el derecho de autodeterminación negado sistemáticamente a otros. La guerra de Kosovo selló el final de la guerra fría, la afirmación unilateral de la superpotencia americana como única autoridad geopolítica con capacidad para hacer valer el orden -o desorden- internacional. Aún a costa del derecho internacional que, desde entonces, como advirtió Danilo Zolo, se ha reducido definitivamente a la ley del más fuerte militarmente. La legalidad internacional ha perdido así la fuerza vinculante que tenía, fuera la que fuera. Este homicidio del derecho, este divorcio entre normas positivas y realidad, como me ha hecho ver con su habitual lucidez Alessandro Colombo, se produce no tanto cuando las normas son violadas de forma reiterada sino cuando el infractor no tiene estímulos o incentivos para ocultar el incumplimiento. Con la guerra de Kosovo, emprendida unilateralmente por la OTAN -una organización que se suponía defensiva- sin la autorización de la ONU, se ha consumado abiertamente urbi et orbi la disolución del derecho internacional bajo el imperio de la auténtica moral universalista. Un programa comenzado con la primera guerra del Golfo y seguido después con las invasiones de Afganistán e Irak.

Como proclamaría el presidente G.W. Bush en el discurso pronunciado en West Point el 1 de junio de 2002, "la verdad moral es la misma en cada cultura, en cada etapa histórica y en cada lugar". Ante tan inquebrantable certeza ¿qué puede aportar el derecho? Sin embargo, y es paradójico, esta crisis no es únicamente técnico-jurídica, afecta de lleno a la propia valencia funcionalmente moral del derecho, esto es, al derecho tradicionalmente entendido como factor multiplicador de seguridad y más modernamente como agente estabilizador y, al mismo tiempo, adaptativo del tejido social. La neutralidad de los formalismos preestablecidos aspira a garantizar la indisponibilidad de la justicia ante las posibles pretensiones de quien esgrime éticas supuestamente superiores. La historia de los modelos de justificación de la guerra ofrece una lectura inspirada en este patrón. El cumplimiento de las normas jurídicas ha tenido en el pasado tal significado ético que durante el sitio galo a la ciudad romana de Clusio, cuenta Plutarco en "Las vidas paralelas" que el ejército romano envió como mensajero, para tratar con los sitiadores, a Fabio Ambusto quien, al verse tratado ásperamente, interpretó que su misión había fracasado. Así que retó a combate al más alentado de los bárbaros y ganó el duelo. Los Galos enviaron mensajero por su parte a Roma, acusando a Fabio de que contra los tratados y contra la fe les había hecho una guerra no denunciada. Entonces los Feciales, guardianes legales del derecho bélico, persuadieron al Senado que Fabio fuese entregado a los Galos; pero él, acogiéndose a la muchedumbre, y valiéndose del favor del pueblo que le amparó, evitó la pena. A pesar del desenlace populista, es de reseñar la importancia de respetar las normas por ambas partes en un conflicto. Este afán de pundonor del derecho, derivado de la caballerosa reciprocidad de los pactos previos, de la honestidad de jugar desde el inicio a cartas descubiertas y entre iguales, "al margen de cualquier consideración de la bondad o maldad del enemigo, de la justicia o injusticia de sus obras, se mostraría aquí, aun en toda su limitación", como ha bellamente escrito Sánchez Ferlosio en "Babel contra Babel", "una ética más leal y más benigna que tan urgentes y casuísticas improvisaciones de la ética universalista". De ahí que el núcleo germinal del derecho internacional haya que buscarlo precisamente en los "deberes para con el enemigo".

Esta es precisamente la hermenéutica polemológica que entra en crisis desde finales del siglo XX. Con tino recordaba Miodrag Lekic, en su "Diario dell'ambasciatore jugoslavo a Roma durante il conflitto per il Kosovo", las palabras de Denis de Rougemont: cuando la moral triunfa, siempre ocurren cosas feas. Que en este caso vienen a asumir un significado parecido al aviso del realista Maquiavelo: cuando las acciones no están amparadas por el derecho, se invoca el fin.