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El personaje

El otro día me asaltó un señor por la calle para recriminarme que no lo hubiera sacado en mi novela. La verdad es que el señor, algo serio, con traje azul y atildado bigote, esgrimía educadamente razones muy atinadas y pertinentes. O sea, llevaba razón. Mucha razón. Como me dio apuro decirle que se estaba confundiendo, dado que yo no he publicado ninguna novela, se me ocurrió, para salir del paso, decirle que incluiría sus peripecias en la segunda edición, que aunque estaba a punto de lanzarse aún podría ser corregida y aumentada.

El señor, al que de ahora en adelante puedo llamar propiamente personaje, quedó convencido y sonriente. Me dio una tarjeta e indicándome el lugar donde ponía su nombre me dijo quedamente: «Puede usted llamarme José Luis a secas». No entendí si se refería a llamarle así en la vida real o en la novela. Me fui con esa duda. Con esa y con la de qué quiere decir a secas. O sea, José a secas lo entiendo. Pero si lleva Luis detrás ya no es tan a secas. Bueno, me dije, al menos me ha liberado de inventarme unos apellidos para él. A José Luis, en una novela, le pega Flores Tamayo-Letamendía. José Luis Flores Tamayo-Letamendía. O Escarcena Peláez de las Altas Torres: José Luis Escarcena Peláez de las Altas Torres. Por ejemplo.

Decidí sin embargo seguir la directriz de mi personaje (escribir sobre él) y fui raudo a sentarme delante del ordenador. Podría matarlo, pensé. Parir una escena rápida donde lo asesinen y fuera problemas. Menos trabajo. Más emoción además para el lector. Pero un crimen explícito, sin misterio ni nada que resolver. Pis pas. O a lo mejor podría meterlo en un diálogo banal, como un cameo, de camarero por ejemplo, sirviendo una gaseosa al personaje principal. Que no existe, por cierto. Ni la novela. Caí en ello cuando me senté delante del ordenador, frase por lo demás redundante, dado que no me iba a sentar detrás.

El documento que abrí se llamaba «Novela». Pero estaba vacío. Escribí sin mucho entusiasmo: «José Luis». Por darle algo de brillo reescribí lo escrito y puse «Historia de José Luis». Pero no sabía nada de él. Tenía que inventarlo. Su vida estaba en mis manos. O tal vez la novela estaba en las suyas. En las de José Luis.

Salí a buscarlo. Seguro que tendría una gran historia. Y yo la había dejado escapar. Había dejado escapar a aquel señor, algo serio, con traje azul y atildado bigote, que esgrimía educadamente razones muy atinadas y pertinentes para que lo sacara en mi novela.

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