A tenor de las encuestas, la mayor parte de las personas se autoproclaman demócratas convencidas. Por lo visto, también nuestra sociedad se considera respetuosa con las libertades y a los ciudadanos se nos llena la boca hablando de libertad de expresión y de defensa de los derechos fundamentales. Sin embargo, no hace falta profundizar demasiado para detectar conductas intransigentes en muchos de quienes presumen de adalides de los derechos humanos más básicos. Es muy habitual toparse con individuos que solo admiten escuchar lo que quieren oír y únicamente permiten que se proclamen los discursos que ellos querrían pronunciar. Fuera de ese concreto círculo, todos aquellos, individualmente o en grupo, que aspiren a difundir postulados diferentes, pasan a convertirse en engendros peligrosos a los que hay que impedir, en ocasiones incluso por la fuerza y con la cara convenientemente tapada, que se expresen con libertad.

En los últimos años se está produciendo un evidente repunte de esta tendencia, personificada en sujetos que consideran que quienes no piensan como ellos son fachas, o antipatriotas, o caudillos peligrosos, o cualquier otra denominación despectiva que justifique boicotear sus mítines, sabotear sus actos de propaganda, destrozar sus sedes o agredir verbal e, incluso, físicamente a sus adeptos. Y todo ello, por supuesto, en nombre de la democracia y la libertad. Va a resultar, pues, que en realidad no somos una comunidad tan tolerante como afirmamos y que determinados colectivos que se jactan de ser la quintaesencia del pluralismo y de la defensa de los principios y valores democráticos más enraizados albergan en su interior un fanatismo y una intransigencia incompatibles con lo que aseguran defender con gritos, boicots y pasamontañas.

Pero, para ser totalmente justos, no procede criticar tan sólo a determinados perfiles sectarios. También en nuestra estructura jurídica coexisten normas, resoluciones y fallos judiciales que no son acordes con los valores que dicen amparar. Sentencias condenatorias dictadas por canciones de protesta, diligencias penales abiertas por montajes humorísticos, sanciones impuestas por la quema de fotografías de cargos públicos, multas aplicadas por carteles de difusión de pensamientos o denegaciones de permisos por parte de autoridades que no comulgan con las ideas de los solicitantes. Desde las propias instituciones se mira mal al distinto, al diferente, y se castiga y sabotea intencionadamente al disidente. Y esos políticos y autoridades alardean con igual afán de su conducta intachable y de sus profundas convicciones.

Da la sensación de que nuestro sistema aspira a pervivir a base de echar, arrinconar o, mejor aún, eliminar, al que opine lo contrario. En Cataluña, por ejemplo, en aquellos organismos públicos donde están representadas diferentes ideologías y que se hallan al servicio de la ciudadanía en su conjunto (por lo tanto, también de quienes no comparten los mismos postulados de los actuales gobernantes) se han adornado fachadas y balcones con propaganda independentista, relegando y despreciando por completo a los opositores. Incluso los llamados a dar ejemplo cívico de neutralidad, tolerancia y respeto se comportan como exterminadores de quienes no concuerdan con sus planteamientos. Para ellos, portar una señera es un respetable ejercicio de libertad. Sin embargo, llevar una bandera española constituye una provocación intolerable, una agresión en sí misma. Imponer el lazo amarillo en el espacio común de representación ciudadana representa un ejemplo de libertad de expresión. Retirarlo, por el contrario, se califica como ofensa imperdonable, como acto de crispación hostil.

Estos autodenominados defensores de los derechos fundamentales que, curiosamente, los pisotean, deberían saber que tanto nuestros tribunales internos como el Tribunal Europeo de Derechos Humanos reiteran una y otra vez en sus resoluciones que la libertad de expresión protege nuestras ideas y las ajenas, no sólo las mayoritarias o las socialmente aceptadas. También «aquellas que chocan, inquietan u ofenden» a los que gobiernan o, en su caso, «a una fracción cualquiera de la población».

Cuando abordo estos temas en mis clases de Derecho Constitucional, me gusta trasladar a los alumnos una famosa sentencia del año 1988 del Tribunal Supremo de los Estados Unidos. Se trata del caso Hustler Magazine contra Falwell, en cuya sentencia se concluye que la libre expresión del pensamiento no es solo un aspecto de la libertad individual sino que es, además, un punto esencial para la búsqueda común de la verdad y para la vitalidad de la sociedad en su conjunto. Por ello, hemos de estar especialmente vigilantes para asegurar que el Gobierno no reprima o castigue la libertad de expresión de las ideas de los ciudadanos. La Constitución impide considerar «falsa» una idea. Siguiendo con ese mismo enfoque, si el Gobierno no puede reprimir o castigar la difusión de ideas, el resto de ciudadanos tampoco.

Por último, y para que no se utilicen mis argumentos de forma torticera, lo que aquí defiendo se aplica a la difusión de ideas, no a la realización de actos. Cuando se pasa de las palabras a los hechos, y en función de si dichos hechos son o no ilícitos o delictivos, puede proceder su sanción y su condena, porque no es lo mismo proclamar un mensaje que ejecutarlo en contra de las normas vigentes.