Información

Información

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

Cucarachas

El término "genocidio" se usa con gran ligereza, a veces por desconocimiento de lo que significa la palabra, pero otras veces por un uso malintencionado del término que sólo pretende sacarle un provecho partidista. Mucha gente, por ejemplo, habla alegremente de "genocidio cultural" o de "genocidio lingüístico" -lo oímos con frecuencia-, y a veces hasta se habla de "genocidio animal" (lo hacen algunos veganos), sin que nadie se pare a pensar en que un genocidio es una acción planificada de exterminio de una raza y que debe ser una matanza a gran escala. Genocidio fue el genocidio armenio de 1915 perpetrado por los turcos (que usaron a los kurdos como mano de obra asesina). O el genocidio judío planificado por los nazis entre 1942 y 1945. O el genocidio de los tutsis ruandeses de 1994, del que ahora se cumplen 25 años.

En realidad, el término "genocidio" es reciente. Lo inventó un abogado polaco-judío, Raphael Lemkin, que logró huir a Suecia y luego a Estados Unidos cuando los nazis invadieron su país en 1939. En Estados Unidos, al final de la II Guerra Mundial, Lemkin inventó el término "genocidio" (muerte por razón de estirpe o raza) para definir la "solución final" de los nazis, que eliminó en menos de cuatro años a seis millones de judíos europeos. Lemkin perdió a 49 miembros de su familia en el Holocausto. Sólo se salvó un hermano suyo y su familia porque habían sido internados por los soviéticos en un campo del Gulag.

El mal uso del término genocidio, cuando se atribuye a hechos que no tienen nada que ver con un exterminio planificado de un grupo étnico, es muy peligroso porque justamente todos los genocidios se han iniciado con un uso perverso del lenguaje. Y siempre que ha habido un genocidio, alguien ha usado las palabras como herramientas que han ido preparando el terreno para que un día se produjera el exterminio. Los nazis dedicaron una década a insultar a los judíos llamándolos "ratas" y "bacilos" y "alimañas", así que al cabo de esos diez años, todo estaba preparado para mandarlos a las cámaras donde iban a ser desinfectados, y nadie se preocupó de saber si las cámaras eran de desinfección o de exterminio. Y en Ruanda, en 1994, la propaganda de los hutus en el gobierno llevaba varios años llamando "cucarachas" a los tutsis. A su debido tiempo, exactamente el 6 de abril de 1994, todo estaba preparado para que una masa enfurecida de hutus exterminase a machetazos a prácticamente todos los tutsis que vivían en el país.

En el caso ruandés hay otros dos elementos interesantes. El primero, que el genocidio fue dirigido desde la universidad y desde la radio, a diferencia de lo que ocurrió en la Alemania nazi, donde el genocidio judío fue preparado y organizado desde todos los estamentos del poder. La matanza de tutsis no fue una explosión incontrolable de odio, sino que fue un proceso alentado por la propaganda y por el odio que se vivía en la universidad y en los medios de comunicación. Y como siempre, el uso perverso de las palabras hizo el trabajo sucio que fue preparando el terreno para que al final las cosas acabasen como acabaron. En el idioma de Ruanda (el kinyarwanda) hay una fatídica coincidencia de sonidos entre la palabra "cucaracha" (inyenzi) y el acrónimo de un grupo guerrillero tutsi que luchaba contra el gobierno hutu (ingenzi). Este acrónimo identificaba las siglas de una guerrilla llamada "Los que atacan primero y se han jurado ser los mejores". Los propagandistas hutus se aprovecharon de esta coincidencia de sonido para empezar a hablar de los tutsis -de todos los tutsis- como de "cucarachas". Y a partir de abril de 1994, los gritos de "exterminad a todas las cucarachas" empezaron a sonar a todas horas en la radio (la famosa "Radio Mil Colinas"), ya que en Ruanda prácticamente no existía la televisión. El resto lo hicieron los machetes.

Y lo peor de todo es que una estúpida política colonial belga había dividido a la población en hutus y tutsis, de modo que todos los carnets de identidad identificaban al portador como hutu y tutsi y lo condenaban así a ser identificado con una de los dos etnias, aunque no perteneciera en realidad a ninguna porque era un mestizo o un ciudadano que no quisiera saber nada de estas diferenciaciones tribales. Cuando se hizo el primer censo de población, en 1934, había miles de ruandeses que no sabían si eran hutus o tutsis, pero como había que identificarlos de una o de otra manera, la administración belga usó el método de contar las vacas que tenían los ruandeses. Si tenían más de diez vacas eran ricos, y por lo tanto debían ser tutsis (que era considerada la tribu de los jefes y los gobernantes). Si no las tenían eran etiquetados como hutus, que eran considerados los siervos. Y en abril de 1994, la raza que aparecía en las cédulas de identidad supuso para los ruandeses la vida o la muerte.

Cada vez que alguien defiende las delirantes políticas de la identidad -en Portugal querían introducir la raza de los ciudadanos en el carnet de identidad-, alguien debería pensar en las funestas consecuencias que suelen tener estas idioteces.

Lo último en INF+

Compartir el artículo

stats