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Leña del árbol caído

L'Alfàs del Pi ha sido siempre un pueblo modesto. A diferencia de otros carecíamos de industrias con solera de las que hacer alarde. La naturaleza nos había negado las joyas naturales de las que algunos de nuestros vecinos presumían (con razón) y la historia, dada nuestra relativa juventud, había pasado de largo sin dejarnos legado alguno del que hacer blasón ( o eso hemos pensado hasta hace dos días).

Bien pronto sin embargo iríamos tomando conciencia de la curiosidad que despertaba nuestro topónimo, ese Alfàs del Pi, especial, distinto, con personalidad, que pienso ahora tal vez despertara cierta envidia en nuestros compañeros del instituto Bellaguarda de Altea, proclives a hacer curiosas rimas a modo de chanza a expensas del «Pi», que no voy a repetir aquí y que nosotros sobrellevábamos con entereza y orgullo, ya que nos confería carácter y porque además, a finales de los setenta, tenía la osadía de incluir una palabra en valenciano, proscrito durante décadas, cuando se aventaban ya los cambios que no tardarían en llegar por fortuna.

El Pi, al que probablemente no habíamos prestado demasiada atención ajenos a su significado histórico, pasaría entonces a adquirir la categoría referente, que jamás perdería hasta hace escasos días, cuando ha acabado por dejarnos para siempre. A nadie le ha pillado por sorpresa sin embargo; no era difícil constatar cómo se iba apagando ante nuestra impotente mirada ; como tampoco lo era anticipar, dado el país en que vivimos, el uso político que se acabaría por hacer del luctuoso asunto.

Ahora bien, lo que jamás me habría podido imaginar ni «harto de vino» es la teoría de la conspiración con la que se ha despachado la veterana candidata por ciudadanos, Sra. Torres, en el último pleno, digna del mejor realismo mágico, y que consistió, ¡atentos!, en acusar el equipo de gobierno de haber planificado su trágico final y tala para programar su reposición en el aniversario de la independencia de Polop. Establecía, además, un rocambolesco paralelismo con la muerte oficial de Franco que se haría coincidir en su día con la del aniversario de la de José Antonio; y todo esto (hablo de L'Alfàs), para sacarse la correspondiente foto con la que pasar a la historia. Tanto es el valor que al parecer ella misma confiere a esta circunstancia, la foto, que cree plausible tamaño descabello.

Todos hemos oído alguna vez aquello de que «en política vale todo», pero lo que no tiene un pase por mezquino y por la miseria moral que denota es aprovecharse de una desgracia, una tragedia si se quiere, para sacar tajada electoral y ganar un puñado de votos, aún usando unos infundios como es el caso tan ridículos que nadie en su sano juicio puede llegar a creerse.

Es lo que hizo en su día el PP con los atentados del 11 de marzo mintiéndonos al atribuírselos a ETA ( Zaplana aún lo hace) contra toda evidencia y es lo que emula aquí la candidata de Cs en un intento que, por patético que sea y salvadas las distancias, no deja de traslucir la misma escala de valores.

La muerte del Pi nos ha entristecido a todos. Ha sido durante décadas más que un emblema, una especie de «totem viviente» que nos convocaba a su alrededor como sucediera en algunas tribus de la antigüedad para compartir alegrías y exorcizar penas. Nos ha dado la bienvenida a nosotros, a nuestros hijos y cobijado cuando con dolor despedíamos a nuestros allegados. Nadie tiene pues el derecho de hacerse con el copyright de estos sentimientos con mentiras y menos aún para permanecer en el candelero

Porque lo cierto es que todos tenemos nuestra fecha de caducidad asignada, también en política, y cuando después de décadas como munícipe, el pabellón es lo de menos, como es el caso de la Sra. Torres, no se tiene nada mejor que hacer que el recurso a la infamia, lo que cuenta es la foto, ya se sabe, tal vez no estaría de más consultarla (su caducidad, digo) y plegar velas con la máxima dignidad que se sea capaz de reunir para evitar que, como sucediera al PP , su colofón final acabe por adquirir tonos de tragedia o charlotada, a cuál peor, quedando en evidencia a la postre una trayectoria política, siempre en opinión de quien suscribe, tan dilatada como baldía.

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