De donde procedo el habla común distingue con irreproducible y quirúrgica precisión entre tontos, atontados, tontainas, tontacos, tontucios, tontarras y tontos de salva sea la parte. Si alguien quisiera conocer con detalle los matices que distinguen cada una de las modalidades de la tontería, tendría que observar en directo cómo los murcianos dispensan uno u otro término, así como la gesticulación y entonación con que lo hacen, y el contexto en que lo usan, incluidas las reacciones y consecuencias que desencadena. Tonto, por tanto, se dice de muchas maneras, como el ser, del que Aristóteles aseguraba lo mismo.

La cantidad de variantes que el término ha tenido sugiere que abundan hasta el punto de merecer ser discriminados en categorías amplias. Para empezar, el tonto es un modo de ser que puede incluir o no afección de las capacidades deliberativas. Y de ahí que pueda ser dicho de tantas formas que sus sentidos van desde el mero genérico de la gama, el tonto sin calificativos ni paliativos, a una cariñosa y cómplice reconvención. Pero si se dice con énfasis rotundo, entonces la condición de tonto alcanza la raíz de la existencia misma del aludido, que con razón puede darse por sustancialmente denostado. En ese sentido, la tontería del tonto es sinónima del malogramiento de la existencia, y el gesto que merece es ese taparse la cara con las manos que inmortalizó Miguel Ángel: el condenado de la Capilla Sixtina es la insuperable representación del tonto que acaba de darse cuenta que lo es.

En cambio, la tontería del atontado es un estado pasajero, limitado en el tiempo o en el asunto al respecto del que pierde la habilidad del buen juicio. El atontado no es de suyo tonto, aunque alguna circunstancia interior o exterior lo ha reducido a esa condición de la que, en principio, puede volver a salir. Y aunque no es imposible que se trate de un estado perdurable que caracterice establemente al afectado, casi siempre será sobrevenido. La frecuente asociación entre el verbo estar resume esa provisionalidad situacional: estar atontado.

Por su parte, el tontaina se caracteriza por ser un tonto inofensivo y que fuera de los efectos de su limitación puede producir incluso compasión. Ser un tontaina es no conducirse con el buen sentido y el acierto que aconsejarían los propios negocios o las circunstancias, pero sin la malicia ni la obstinación del secuaz, de manera que puede resultar molesto, pero no deliberadamente dañino para los demás. El tontaina es un memo de baja intensidad que merece toda la gama de sentimientos que van desde la ternura indulgente a la reprensión contenida, pero que en ningún caso suponen una reprobación esencial del sujeto.

El tontaco, en cambio, es alguien que por su efectiva limitación es capaz de montar grandes enredos que involucren perjudicialmente a muchos otros y que hacen recomendable poner tierra de por medio con él. Tontaco es, por ejemplo, el que siendo un poco lelo no limita su iniciativa, sino que se pone en acción allí donde sus unidireccionales intereses le conducen. No es persona aviesa pero su escasa visión le convierte en un riesgo y en más que probable causa de sus propios males. El tontaco es, pues, un tonto de proporciones medianas, pero de perdurable condición, para el que, como dice Aristóteles de los perversos, los demás preferiríamos que fuera también perezoso.

Muy distinto es el tontucio, que es un sujeto que sin carecer de capacidades más o menos notables y hasta destacables en algún caso, no consigue sin embargo que la suma dé lugar a una conducta bien guiada y actúa persistentemente sin sentido, como lastrado de una merma. Un tontucio es, como dirían en Navarra, un sujeto sin fundamento, que puede hacer daño aunque más frecuentemente a sí mismo, y hasta perseguir cierta malicia, si bien sin la suerte de componerla bien.

Por su parte, los tontarras son gente más bien desabrida, de maneras descompuestas y groseras que se atribuyen cercanías y afinidades que los demás les niegan con desagrado. Áspero y privado de casi cualquier gracia, el tontarra es un sujeto de poca entidad y su tontería es de las más bajas de la gama, aunque capaz de resultar muy molesto.

Como se ve, aunque hay muchas maneras de ser tonto, las peores no se producen por carecer de inteligencia, sino por lo contrario, es decir, por pasarse de listo. En efecto, lo insidioso de la tontería es que no basta la inteligencia para ponerse a salvo de ella. De hecho, ser inteligente no solo no impide hacer muchas tonterías, sino que tampoco evita que en su conjunto un sujeto sea rotundamente memo.

Y es que tanto la inteligencia como su falta producen el efecto que conduce a la tontería: creerse a salvo de ella. No hay camino más directo para hacer el tonto que tenerse por tan listo como para dejar de desconfiar de uno mismo. Así que no es la falta de inteligencia sino el engreimiento lo que nos convierte en el peor de los tontos, en el único que no tiene solución.

Al más inteligente entre todos cabe tenerlo por tonto si no es precavido, pues forma parte sustancial de la inteligencia desconfiar de sí misma. Y de ahí que alguien con una inteligencia mediana pero consciente de sus límites, se conduzca más inteligentemente. En nuestro tiempo hemos olvidado que el opuesto del tonto no es el listo sino el sabio, y que la sabiduría no es mera inteligencia sino la síntesis entre saber y modestia. Lo escurridizo de la cuestión es que como los sabios no creen que lo son, para distinguirlos de los tontos hay que no serlo del todo.

No hay, pues, inteligencia sin reflexión sobre sí misma y, por tanto, sin conciencia de sus limitaciones. Esa es la sencilla pero decisiva enseñanza que reporta la literatura, la historia o la filosofía, las humanidades, pues todas ellas son ejercicios de la inteligencia que permiten distinguir entre saber hacer un reloj y saber qué es el tiempo; lo primero está al alcance del más tonto, lo segundo permanece inalterablemente fuera del alcance del más listo.