Estos años he soportado, estoicamente, intervenciones de portavoces del PP y Ciudadanos que aprovechaban su acceso a la tribuna de les Corts para hacer ostentación de su ignorancia. Si unos trataban inútilmente de dar culto a sus pasados gobiernos sin incluir en su parlamento la corrupción, otros se empeñaban en mostrar su creencia en que la política consiste en insultar en nombre de la moderación, manejando titulares, portadas y falsas noticias circulantes por las redes. Unos y otras, otras y unos, se igualaban en el desprecio a la inteligencia, el mayor de los males que aquejan a nuestra democracia. El lector comprenderá cómo mi estupefacción crecía hasta lamentar los males y los muros de la patria mía -ahora, de las varias que tengo, hablo de la española- era cuando me acusaban o acusaban a Compromís de ser «inconstitucionales». Normalmente ninguno de estos correveidiles de las ideas aprobaría un examen de los que, pronto, volveré a poner a mi alumnado. Sospecho que entre los requisitos para ser dirigente del PP y de Ciudadanos -no sé de Vox- está el de escupir sobre la Constitución en cada ocasión que se les presenta. Porque, para ellos, la Constitución dice solo aquello que piensan que debe decir. España, su España, o es la que ellos quieren o maldita la falta que hace una Constitución. Y en nombre del consenso del 78 están dispuestos a dinamitar los consensos del 77, los que posibilitaron las primeras elecciones y abrieron la puerta al acuerdo constitucional. Constitución, en fin, para la derecha, privada de sentido normativo, anulada en gran parte de sus decisiones fundamentales, merecedora del olvido -sin tocarla formalmente- en aquello que fue signo de distinción: su carácter progresista favorable a los más vulnerables y a la pluralidad.

El asunto es grave porque en estas elecciones generales nos jugamos, efectivamente, la Constitución. Pero no en el sentido apocalíptico del que hace gala la derecha, sino en el sentido de cómo interpretamos la Constitución para que su principal misión, la generación de cohesión social, siga manteniéndose, aun en ausencia de la cada vez más imprescindible reforma. De lo que debería de hablarse en estas elecciones es de tres cosas constitucionalmente básicas:

1. El modelo territorial de estado

No restaré ni un ápice de gravedad a la situación en Cataluña, aunque decir que lo que ocurre allí es peor que el 23-F solo puede decirlo quien no vivió aquella noche como representante institucional de izquierdas -yo sí lo hice-; o decir que es más grave que el terrorismo solo puede decirlo quien maneja a las víctimas como pobres peones de su tablero de poder. Quiero reivindicar aquí el papel de Compromís: en todo momento ha defendido la posición del diálogo, sin prejuzgar nunca las condiciones para tal diálogo, en el marco del respeto a la legalidad. Si digo esto es porque si una constelación de partidos hiciera tal, sin estar sometidos ni a las presiones de sus señoriales barones ni a las urgencias del momento, probablemente el clima cambiaría. Porque la mayoría de los españoles -también de los españoles catalanes- opinan que solo por esa vía se avanzará y que el recrudecimiento de las tensiones conduce a males mayores.

Ahora bien, este empecinamiento en el diálogo, incluso cuando parece imposible -que, por cierto, tanto recuerda a la posición de Suárez en ciertos momentos de la Transición-, requiere que el debate empiece a formularse en positivo. O sea: en torno a qué modelo de articulación territorial queremos, y no solo por ver si escapamos del atolladero catalán, sino porque otros atolladeros nos acechan pues el modelo autonómico parece haber llegado a un cierto estancamiento: debido a su propio éxito, sus necesidades actuales aconsejan nuevas cartas de navegación. Me parece que de los partidos estatales no puede esperarse un discurso en solitario sobre esta cuestión si no son incitados a ello. Únicamente una modulación entre lo que plantean esos partidos y los impulsos que puedan de venir de fuerzas e ideas «periféricas» -no sólo en sentido geográfico- pueden provocar cambios. Porque sin esos estímulos, por muy diversas razones, el discurso centralista tenderá a gravitar sobre el conservadurismo y la uniformidad es sus diversas expresiones. La cuestión no son las banderas, sino los equilibrios de poder interno, que deben actualizarse tras 40 años de modelo. Buscar líneas federales de convergencia tiene que ser el camino para que el ansiado diálogo sea posible. Y para que algunos, como los españoles-valencianos, podamos gozar de una financiación suficiente para ser iguales a los demás, porque, si no, siempre habrá suficientes excusas para no alterar el statu quo vigente e insolidario.

2. El modelo de integración en la UE

En el maremágnum electoral las elecciones europeas han quedado marginadas. Y, sin embargo, nunca fue más necesario un debate sobre Europa. Un filósofo ha destacado que la trampa de los independentismos consiste en que en el pasado más soberanía significaba más poder, mientras que ahora a más soberanía le puede seguir menos poder material. De muestra bien vale un Brexit. Por no hablar de temas más dolorosos. No tiene sentido hablar de España con la vehemencia habitual si, al mismo tiempo, no clarificamos cómo podemos tener más poder en la UE y la capacidad de ejercerlo a través de pactos de Estado en materias como el medio ambiente, la energía, los transportes, diversos sectores económicos o la gestión de los movimientos migratorios e, incluso, en cuestiones como la defensa y seguridad colectiva. Ni abordando aspectos como el presupuesto comunitario. Hablando de más España con discursos basados en la identidad heredada del siglo XIX, olvidamos la necesidad de una identidad necesariamente compartida con los signos de cohesión europeos que están por hacerse. Eso también requiere imaginar un tipo de relación interna que no puede seguir basculando casi exclusivamente en el protagonismo de los grandes partidos estatales que, a su vez, de tiempo en tiempo, se tensan por las disfunciones internas en la gestión de esos asuntos europeos. Por otra parte, los grupos parlamentarios europeos mayoritarios se están volviendo muy peligrosos: cuidado con votar a alguien que pasado mañana se encuentre en el escaño de al lado con gentuza que adora la historia más turbia del continente. Y cuidado con votar a otros que no imaginan otra Europa que la del pacto en bloque con esos grupos peligrosos en nombre de una real politik que no se desea alterar, siquiera sea por falta de imaginación.

3. El nuevo estado social

Entre la ignorancia de la Constitución de la derecha españolísima destaca la de las primeras palabras de la Carta Magna. Es como ser cristiano fundamentalista e ignorar a Adán y a Eva y a la pobre serpiente. El artículo 1.1 proclama que España es un «Estado social y democrático de Derecho». Lo de Derecho lo aplican a los problemas territoriales con un énfasis que raya a veces la ilegalidad. Lo de democrático lo hacen cada vez más de manera selectiva. Pero el momento social es, sencillamente, olvidado. Porque que el Estado sea social no significa solo, ni prioritariamente, que proporcione unos servicios asistenciales. Pensar eso es como imaginar que el Estado es democrático si «de vez en cuando» se convocan elecciones o si -como tantas veces recuerda Mónica Oltra- hay libertad de expresión o derecho al pluralismo religioso si hay presupuesto disponible. El Estado es social si, como quiere el artículo 9 constitucional, los poderes públicos se comprometen activamente en que la igualdad sea real y efectiva -como la libertad- y si existe una política fiscal progresiva, coherente y sostenible, que reduce, precisamente, las desigualdades y no se limita a ser un instrumento técnico de suficiencia económica. El liberalismo rampante que ya sirve para cualquier cosa menos para los sueños liberales, fantasea ahora con aniquilar estas cosas. Y la socialdemocracia española hace décadas que perdió el rumbo sobre cómo redibujar el camino. Y no lo encontrará si no tiene estímulos externos: podrá ser un mal menor, pero no es un proyecto con un liderazgo sólido.

De lo que se trata es de articular una mayoría que, incluyendo la gobernabilidad en su ADN -como aquí hace el Botànic-, entienda que refundar el Estado social constitucional es devolver el protagonismo a la gran mayoría de la ciudadanía, a base de reexaminar los problemas desde la perspectiva de un incremento de Derechos, y de Derechos, sobre todo, para los más vulnerables? porque ese es el mandato constitucional. Todo ello requiere, cerrando el círculo, de una apertura a ese federalismo de progreso: baste pensar que educación, sanidad o políticas de inclusión social dependen básicamente de las CC AA y ayuntamientos. Lo que algunos consideran mecanismos de adoctrinamiento no son sino dispositivos trabajosamente construidos de equidad. Y que, además, entienda que las nuevas condiciones sociales no permiten hacer eso desde el autoritarismo del pasado, sino con enormes dosis de transparencia, regeneración de la confianza, imaginación y establecimiento de sistemas múltiples de alianzas entre las instituciones y las expresiones de la sociedad civil. No habrá Gobierno del Estado Social sin un Buen Gobierno Abierto. De eso van estas elecciones «estatales» y no de promesas almidonadas, naftalinas a granel o violetas imperiales.