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La democracia muerta está, que yo la vi

El respeto a la Ley es la línea roja que sirve para saber si existe o no el Estado de Derecho. Cuando las leyes solo son una referencia, pero no se piensa seriamente cumplirlas si no gustan o simplemente son un obstáculo para otros objetivos, la democracia está muerta matá. Vamos hacia el entierro de una forma de democracia burguesa o parlamentaria que apenas tiene ciento y pico años de vigencia. El que fuera el «peor de los sistemas de gobierno, a excepción de todos los demás que se han inventado» va camino de un funeral en el que, como en todos los entierros, se añorará al difunto y lo que se ha perdido con su muerte para pasar página a continuación, dejar al muerto en el hoyo y correr a comerse el bollo. O lo que pongan de menú.

Te gusten o no las reglas del juego, que a veces son francamente mejorables, lo cierto es que si te saltas las normas y no pasa nada el partido salta por los aires. Puede que no te pillen, como el gol que metió Maradona con «la mano de dios» a Inglaterra en el Mundial 86 y francamente parece estúpido rematar con otra parte del cuerpo más complicada teniendo la mano a mano. De lo que cabe argüir que las reglas no siempre son racionales y ni siquiera apropiadas, pero que si el fútbol se llama football será por algún detalle tonto.

En teoría las leyes están para que los individuos no actúen con ventaja sobre otros sea matando, robando o saltándose un semáforo en rojo, porque imaginar que un bípedo sea capaz de autorregularse es complicado, a no ser que seas Chus Lampreave, una testiga de Jehová a la que su religión impedía mentir: «Ya me gustaría a mí mentir, pero eso es lo malo de las testigas, que no podemos. Si no, aquí iba a estar yo».

El Estado de Derecho va a desaparecer, si no ha fallecido ya, arrasado por la dictadura de líderes populistas y por todos aquellos que ponen la supuesta voluntad del pueblo soberano por encima de las reglas. En esa vorágine del todo vale está, por supuesto y en cabeza destacada, la voluntad de hacer tu real gana sin tener que pagar la factura, esto es: la impunidad. Poder delinquir a placer y que las urnas te absuelvan es el paraíso utópico de cualquier político, por más que grite al aire palabras como libertad de ideas o derecho de expresión. Trump, ese tipejo al que el pueblo ha llevado en volandas al gobierno del Mundo, lo dijo muy claro: «Aunque le pegara un tiro a un desconocido en la Quinta Avenida no perdería ni un voto».

Impunidad, inmunidad e irresponsabilidad son sinónimos de abuso, arbitrariedad y despotismo, pero les hemos dado en bandeja a los políticos ese bien tan querido, sabiendo perfectamente -la mayoría de nosotros- a dónde nos conduce: a la muerte del gobierno del pueblo, por más imperfecta que sea la democracia, que lo es. No es solo Trump, es Putin o Xi, el presidente de China, o cualquier sátrapa árabe o el tío de los lacitos. Da igual, al final estamos dando una mano de blanqueante a lo que antaño eran dictadores tratados y odiados como tales y contra los que era legítimo rebelarse. Cuando dignificamos la Mafia otorgando valores morales a Vito Corleone o a Toni Soprano, producimos héroes en vez de villanos, capitanes de empresa en vez de delincuentes comunes. En política es lo mismo.

La muerte de la democracia me pilla ya mayor y, en todo caso, los burgueses, por más que sean indignados, no se echan al monte, que allí no hay foie ni sillones chéster. Protestar y llorar por la leche derramada, pues bueno, tendrá aquello del desahogo, pero la verdad es que sirve malamente (trá trá). ¿Entonces? Solo se me ocurre tratar de aplazar el entierro a ver si queda alguna llamita y se reproduce el incendio. Quizá predicar contra los populismos sea ensuciar papel prensa, al precio que está, pero si de alguna manera se consigue ir sembrando no para ahora pero sí para mañana?

El hoy está perdido, créanme. Es imposible nadar en contra de la corriente mayoritaria que nos lleva de cabeza primero al populismo con cierta cara democrática y a no mucho tardar al autoritarismo. Llámenme pesimista si quieren, pero así se producen siempre las corrientes subterráneas que son tan cíclicas y previsibles como la tabla de multiplicar. Los que piden acabar con la democracia caduca sin tener ninguna alternativa, más allá de movimientos asamblearios o líderes carismáticos, son los mismos que con cuatro ideas simples resuelven todos los problemas del mundo. Son los «cuñados» de la ideología, pero están hasta en la sopa y han venido para quedarse. Al fin y a la postre, ¿quién necesita gamas de grises con lo bien que se ve la vida en blanco y negro?

Las próximas Cortes Generales van a ser en vez del templo del parlamentarismo el plató de Sálvame. A los que les guste, con su pan se lo coman. A mí lo que me asusta no es el futuro; lamentablemente es ya presente.

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