Esta semana, durante el ejercicio de las funciones de mi profesión de Inspector de Educación, asistí a una clase de formación profesional en un instituto público de la Vega Baja. En el aula había catorce jóvenes, chicos y chicas de veinte y pocos años de media, de primer curso de un ciclo formativo de grado superior, que mostraban un gran interés por la materia que la profesora impartía en ese momento y un alto grado de motivación y participación en sus estudios.

La sesión docente transcurrió, como les comento, dentro de unos parámetros de buen ambiente, de trabajo y de respeto y colaboración mutuos entre la profesora y sus alumnos. Pero, con todo, lo que más me gustó de mi tarea- soy de los románticos que piensan que en el trabajo uno puede, y hasta debe, disfrutar- fue la breve conversación que tuve con los alumnos al concluir la clase.

Como los discentes eran más que suficientemente adultos, les expliqué el objeto de mi visita, que era la supervisión de la práctica docente de su profesora, para evaluarla de cara a su futura carrera profesional. Los jóvenes, demostrando un alto grado de madurez, y de conocimiento de lo que debe ser una buena práctica educativa, me preguntaron si estos procedimientos eran habituales, pues así opinaban ellos que debería ser; yo les contesté que no tanto como a los inspectores, encargados habitualmente de trámites burocráticos o de solucionar incidencias puntuales, nos gustaría.

En definitiva, esa tarde en el instituto el que recibió la mayor lección fui yo mismo y por ello, desde aquí, se lo quiero agradecer a esos jóvenes, y a su profesora, con los que compartí un rato de su período formativo. Además, sé que les va a llegar este pequeño mensaje de gratitud porque uno de ellos, y perdonen si peco de inmodestia al decirlo, se confesó seguidor de esta sección semanal que comparto con ustedes, en este diario, todos los viernes.

Lo cierto es que, aunque toda mi vida profesional ha estado ligada al mundo de la educación, no son muchos los artículos que he dedicado a esa parcela. Quizás, de una manera inconsciente, evito el tema por prudencia. Pero hoy, como se dice vulgarmente, me voy a mojar. Pero no sin antes, como es habitual, introducir el tema mediante una obra literaria, en este caso un poema de Gabriel Celaya (Hernani, Guipúzcoa, 1911-Madrid, 1991). El poema, que les reproduzco a continuación, tiene precisamente por título Educar. Dice así:

Educar es lo mismo / que poner un motor a una barca, / hay que medir, pensar, equilibrar, / y poner todo en marcha.

Pero para eso, / uno tiene que llevar en el alma / un poco de marino, / un poco de pirata, / un poco de poeta, / y un kilo y medio de paciencia concentrada.

Pero es consolador soñar, / mientras uno trabaja, / que esa barca, ese niño / irá muy lejos por el agua.

Soñar que ese navío / llevará nuestra carga de palabras / hacia puertos distantes, hacia islas lejanas.

Soñar que cuando un día / esté durmiendo nuestro propio barco, / en barcos nuevos seguirá nuestra bandera enarbolada.

Gabriel Celaya fue uno de los máximos representantes de lo que vino a llamarse la poesía social de posguerra; no una poesía estrictamente política, ni de protesta, pero sí una poesía comprometida con los problemas de la sociedad en la que el autor está inmerso. Por eso, Celaya no escribía como un fin en sí mismo, sino para convertirse en un portavoz de los demás, en la línea de los grandes poetas que le inspiraron, como Antonio Machado, Gustavo Adolfo Bécquer o San Juan de la Cruz.

Un poco de marino, un poco de pirata, un poco de poeta, y un kilo y medio de paciencia concentrada, son las cualidades que Celaya consideraba propias del que se quisiera dedicar a la docencia. No quiero contradecir a Celaya, de hecho estoy muy de acuerdo con su preciosa descripción, pero es que los peligros que hoy en día acechan a la educación no provienen de los docentes. Muchos expertos argumentan, con diferentes matices, que la forma de seleccionar al profesorado debe cambiar. Es cierto, pero eso no supone, como muchos infieren de esa afirmación, que los docentes actuales no sean buenos. Siempre hay excepciones que confirman la regla, pero lo habitual es contar, en nuestra red de centros, públicos y concertados, con excelentes profesionales que actúan más allá de sus estrictas competencias, llegando a suplir la educación y, sobre todo, el afecto, que los niños y adolescentes no reciben en sus propios hogares.

No son, como decía, los docentes responsables de los males (que tampoco son tantos como se pregona) de nuestro sistema educativo. Los verdaderos culpables son los políticos. Ahora estamos en campaña electoral, una campaña interminable. Muchos intentarán atraerles a las urnas con cantos de sirena respecto a la educación, pues es un tema muy sensible socialmente. Unos dirán que habrá comedor gratis, como si las cosas gratis existieran; otros que acabarán con las deficiencias estructurales en las dotaciones educativas, cuando no lo han hecho cuando gobernaron.

Yo sólo creería a alguien que planteara unos objetivos reales, prioritarios y verificables en el corto, medio y largo plazo. Intentaré desgranar esas prioridades en futuros artículos sobre este tema, pero les adelanto que esos planteamientos tienen que estar basados en la libertad de las familias, en la autonomía de los centros, y en la evaluación del sistema y del proceso educativo.