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«¡Un cocolilo!»

«¡Un cocolilo, un cocolilo!», decía un niñito de dos años escasos en el asiento vecino al mío en el tren. Convencido y tenaz repetía a sus padres: «¡Que viene el cocolilo!» con su voz de cristal y su media lengua, mientras yo pensaba cómo habría llegado a la vida de este niño tan chico la idea y la imagen del cocodrilo, semejante ser tan lejano y tan ajeno a su realidad cotidiana. Quizás lo vio en un cuento, quizás era uno de sus peluches favoritos, quizás aparecía en algún dibujo animado, y a partir de ahí se lo mostraron y le alertaron de un peligro que, probablemente, no estaría cerca de él en toda su vida.

No es que esto tenga una importancia tremenda, ni que vaya a suponerle a la criatura ningún trauma, pero considero que no es conveniente esta estimulación sobrecargada y enriquecida que se les da a los niños ahora y que les saca de su centro, de su momento evolutivo y de sus posibilidades de acción.

¿Acaso no sería mejor que intentaran atrapar una hormiga con sus manos gordezuelas, que acariciaran algún animal doméstico, que jugaran con la tierra o con el agua? ¿No sería más útil para su autonomía aprender a mantener el equilibrio, a dar saltos, a bajar escaleras o a trepar a la cama?¿No sería más lógico ir extendiendo su conocimiento y dominio de la realidad desde sí mismos hacia el afuera, como decía Vigotsky, avanzando hacia su zona de desarrollo próximo, que es la que les pilla más cerca, la que están preparados para asimilar, la que pueden ir controlando con sus juegos y sus movimientos? ¿No sería más sano seguir su ritmo natural, sus intereses y sus asombros cotidianos, en lugar de abrir precozmente y de par en par las ventanas (y las pantallas) al mundo en toda su anchura?

A los dos años lo que le toca a un niño es tocar, mirar, moverse, explorar, manipular, reconocerse a sí mismo y familiarizarse con las personas que le cuidan. Toca sentir las alegrías del cuerpo: comer, dormir, correr, gritar, jugar... Toca descubrir la belleza en las caras y las voces de sus padres, en la naturaleza, en los juguetes, en los cuentos, en la música, en lo hermoso. Toca ir recogiendo sensaciones, sentimientos, impresiones, experiencias, afectos, seguridades. Toca descubrir a los otros y aproximarse a ellos.

También toca probar a decir, alegrarse de ser escuchado y comprendido, gozar al notar que todo va adquiriendo sentido por medio del lenguaje que calma, explica, ordena y expresa. Toca aprender a estar solo, manejarse con independencia creciente, vivir en su propio territorio. Toca enfadarse y empezar a decir que no con energía. Toca curiosear, disfrutar y aprender a sostener las pequeñas frustraciones cotidianas.

Sin embargo, he visto muchas veces a adultos bien intencionados, adictos a «enseñar al que no sabe», aleccionando a sus bebés y a sus hijos de corta edad y ofreciéndoles cumplidas y «estimuladoras» explicaciones sobre educación vial, arte, funcionamiento del cuerpo, valores, letras, números, idiomas, etc. He visto a niños que han incorporado a su lenguaje palabras como: hipótesis, improvisación, velocidad, contaminación, compartir, respetar, fluir, rectángulo, viral y más, hablando como pequeños sabios. Y he visto maestros que están tan deseosos de alcanzar los objetivos del currículum, que ponen a sus alumnos de dos años a colorear dibujos, a contar, a reconocer letras, a memorizar nombres de artistas, a rellenar fichas, a nombrar animales, colores, y formas. Como si fueran mayores. Como si no se dieran cuenta de que lo suyo es jugar y curiosear la vida. Como si pensaran que el empezar pronto garantiza la sabiduría. Como si se les hubiera olvidado que los niños maduran despacio y muy a su manera.

¿Cuándo pensamos darles el tiempo que necesitan para curiosear los objetos, la naturaleza y las demás personas? ¿Cuándo les ofreceremos la autonomía y la libertad de acción que los llevará a confiar en ellos mismos, a superar dificultades, a encarar retos? ¿Cuándo les daremos permiso para vivir su crecimiento incluyendo los impulsos, el descontrol, la inseguridad, el miedo, la oposición y el desafío? ¿Cuándo dejaremos algún vacío, algún silencio, algún aburrimiento, que inviten al niño a hacer, decir o intentar algo que sea verdaderamente propio?

¿Cuándo aceptaremos que los pequeños de la tribu han de generar su propio deseo de saber a partir de sus experiencias, de sus carencias y de sus afectos? ¿Cuándo permitiremos que los niños sean niños y vayan creciendo poco a poco, recorriendo su camino, avanzando con las idas y venidas de cualquier ser en evolución?

Que una cosa es estimular y otra atiborrar. Y si lo que queremos es que los niños se llenen de saberes, habrá que dejar que, al menos, se les despierte el apetito. Así se podrán dirigir hacia el conocimiento teniendo cierta libertad de acción para vivir su niñez entre asombros y manoteos, entre curiosidades y probaturas, entre nuestros acompañamientos respetuosos y sus radiantes vitalidades.

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