Es jueves. Cinco y media de la mañana. Joaquín podría dormir algo más, quizá incluso dos horas enteras, porque Alba y Julia no se despiertan hasta bien pasadas las siete. Pero tiene el sueño acostumbrado a treinta años de madrugones para ir a la fábrica, así que Joaquín se queda despierto en la cama, mirando la oscuridad del techo, quieto como un bloque de hielo, esperando que el amanecer que se cuela por las rendijas de la persiana empiece a clarear el gotelé. María José se despierta a las siete y cuarto y, con el mismo movimiento que utiliza para apagar el despertador, se gira hacia su izquierda para ponerle una mano en el pecho a su marido, que finge un bostezo y pestañea varias veces. Joaquín se levanta entonces. Mientras su mujer se ducha y se arregla, él llama a las niñas (10 y 7 años) y va a la cocina a preparar el desayuno. Ella termina pronto: café con leche y una tostada. Con el último bocado se besan, besa a las niñas, les repite que se porten bien en el colegio y luego sale de casa. La pequeña Julia ve los dibujos; Alba termina de repasar para un examen de matemáticas («no, papá, no hace falta que me ayudes, ya me aclaro yo»). Joaquín friega los cacharros y les dice que se preparen. Van caminando al colegio. Ahora tienen un solo coche (hubo que vender el otro hace dos años) y el trayecto, aunque no es demasiado largo, es cuesta arriba y Julia se cansa a veces y tiene que parar. O se queda mirando una mariquita en el tronco de un árbol. O recita los números de las matrículas de los coches. Es tan curiosa...

Por el camino, la ciudad despierta con el ruido de las persianas metálicas al subir y las cucharillas del primer café del bar. Cada cuatro comercios, hay un escaparate que dice «se traspasa» o «liquidación». El pueblo agoniza y ya no es ni la sombra de lo que fue allá por los años 90, cuando la construcción tiraba del carro, las fábricas de mármol daban trabajo a media comarca y en cada esquina del centro montaban un banco o una caja de ahorros de la noche a la mañana. En una asesoría, Joaquín ve un letrero de «se busca chico/a de los recados». Con qué eufemismo más delicado y a la vez hiriente lo desplazan a uno de cualquier trabajo. Chico. Y eso que él, con cincuenta y dos años, se considera joven. Pero ha llamado a mil sitios, ha acudido a cientos de ofertas de trabajo y siempre la misma cantinela: «No es el perfil que estamos buscando». Al principio, cuando la fábrica echó a los más veteranos por reestructuración de plantilla (ahora llaman así a los ERE), buscar empleo era darse de bruces con la realidad: chavales de treinta años con dos carreras, un máster y varios idiomas. Un año después, en las salas de espera de las oficinas, o cuando acude a una oferta de trabajo de transportista, de mozo de almacén o de reponedor en un supermercado, los que esperan tienen más o menos su edad y la habitación se convierte en una suerte de psicólogo o competición para ver quién alarga más el subsidio haciendo milagros con las ofertas de 3x2. De nuevo en la calle, el mes siguiente o el final del paro es una guillotina que le aguarda al final de la esperanza. Y menos mal que tiene a su esposa. Pero Joaquín siente que aún puede ser útil a la sociedad, pero al mismo tiempo nota cómo la sociedad lo ha desplazado hacia un rincón en el que la tristeza es moneda de cambio y ya se ha muerto la esperanza por un futuro mejor.

En nuestra comarca hay, por desgracia, hay muchos Joaquines. O Antonios. O Pedros. O Álvaros. Hombres en la cincuentena que lo único que han hecho en sus vidas es trabajar en una fábrica de mármol; que, al mismo tiempo, han dejado parte de su sueldo en los comercios de aquí, en las tiendas de ropa, en los restaurantes, en los talleres mecánicos. Una generación que siente que el sistema les ha fallado. El valle del Vinalopó necesita que los empresarios vuelvan a comprometerse con las personas. Porque, ¿de qué sirve tener éxito en tu empresa, en tu fábrica, en tu comercio, si las calles se pueblan de desolación y pesimismo? Si solo se busca el beneficio económico, por encima de todo, sin acompañarlo del bienestar personal de tus trabajadores, ¿a qué estamos jugando? ¿Qué nos esperará?

La empresa y la sociedad siempre tiene que estar unidas. Necesitamos empresarios que arriesguen sus beneficios en la propia empresa. Esa es la verdadera cultura del empresario en la Comunidad Valenciana: ser un empleado más. En el momento en que hay una crisis y entran en la empresa la especulación y los inversores que ni siquiera conocen la ciudad o la gente, cuando los números se ponen por encima de las caras y los nombres, mal vamos. Hoy en día, el paro en nuestra comarca es una gran familia y, como en las familias, si ves sufrir a tu hermano, tú también sufres.

Por eso hay que poner trabajo e ilusión. Día a día, y es algo que solo podemos hacer los empresarios. Pensando siempre en la gente, buscando la oportunidad para cada uno, para que cada Joaquín, Sebastián, Miguel, Luis o Víctor se sientan partícipes del mundo y de sus vidas. Protagonistas de su presente. Hay que devolverle el corazón a lo que hacemos. Ojalá que pronto volvamos a ver latir el corazón del mármol.