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Momentos de Alicante

La venganza de Anteros

Manuela caminaba junto a su madre con paso rápido mientras el sol se desperezaba a su izquierda.

Como cada mañana, se alejaban de su hogar, en el Raval Roig, por el camino que llevaba al Portal Nou. Un camino que se encontraba bastante concurrido, pese a ser tan temprano, por muchos otros arrabaleros que se dirigían al interior de la ciudad. Como aquel joven de no más de veinte años, pero con el cuerpo fornido de un mollero, que andaba en ese momento delante de ellas, vistiendo calzones negros con faja de seda encarnada y una vieja chaquetilla de alamares. Hacía días que Manuela se había fijado en él. Era un huertano que llevaba poco tiempo viviendo en una habitación que le había alquilado la tía María en su casa, situada cerca de la ermita de Nuestra Señora del Socorro. Gracias precisamente a su anfitriona, Manuela sabía que aquel guapo y fuerte muchacho de esplendentes ojos verdes se llamaba Simón, procedía de la partida de La Condomina y trabajaba desde hacía unas semanas en un almacén del barrio de San Francisco.

La visión matinal de aquel joven de rostro atractivo y espaldas anchas hizo aflorar en Manuela unos sentimientos hasta entonces solo intuidos. Mas Simón parecía no haber reparado en ella, puesto que ni una vez siquiera lo sorprendió dirigiéndole una mirada, aunque fuese de reojo. Aceleró el paso, obligando a su madre a seguirla hasta alcanzarle y colocarse a su altura durante un buen trecho, pero ni aun así logró Manuela cruzar una mirada con Simón. Entraron juntos por el Portal Nou y juntos recorrieron la calle Villavieja, hasta llegar a la puerta Ferrisa. Allí, como cada mañana, sus caminos se separaron: en tanto él pasó bajo el arco ojival para proseguir por la calle Mayor, Manuela y su madre se desviaron a la derecha por la calle En Llop.

Después de cruzar Alicante, Paquita y su hija Manuela abandonaron nuevamente los intramuros de la ciudad, al salir por la puerta de la Reina. Mientras dirigían sus pasos hasta el cercano barrio de San Antón, Paquita meditó sobre el futuro que esperaba a su hija. Había observado el modo como había estado mirando a aquel joven desconocido con el que llevaban varias mañanas coincidiendo en el camino del Raval Roig, y una vez más había llegado a la conclusión de que la xiqueta estaba empezando a notar la revelación de nuevas sensaciones, las cuales le harían crecer unas alas con las que aprendería pronto a emprender el vuelo. Y de ahí a abandonar el nido no quedaba más que unos pocos años, si no meses. En sus ojos había descubierto un brillo muy peculiar, heraldo del despertar sensual. Y si no era con ese chico, Paquita sabía que sería con cualquier otro con el que Manuela descubriría pronto en qué consistían esos sentimientos nuevos y repentinamente arrebatadores, que terminarían por convertirla en esposa y madre.

¿Qué futuro le esperaba a su hija, sino el presente que ella misma estaba viviendo?, pensó Paquita en tanto entraba con Manuela en la fábrica de tabacos. El sol mostraba ya toda su redondez y los rayos dorados hacían que la piedra blanca y tallada de la fachada del edificio reluciera como un espejo desazogado. Junto a muchas otras cigarreras procedentes de los barrios alicantinos, las partidas rurales o los pueblos vecinos, madre e hija entraron en el antiguo palacio episcopal dispuestas a iniciar otra jornada laboral de diez horas, con un breve descanso a mediodía, respirando un aire cargado de polvo de tabaco.

Al contrario de lo que pensaba Manuela, Simón sí que se había fijado en ella, pero lo había disimulado muy bien. ¿Cómo iba a pasarle desapercibida aquella muchacha de cara angelical, pese a tener poco más de quince años y llevar oculto su prometedor cuerpo bajo aquella ropa de obrera? Llevaba varios días admirándola de soslayo, procurando que ni ella ni su madre se dieran cuenta. Pero, a pesar de ser una chica bonita y parecer honesta, Simón no estaba dispuesto a considerar la posibilidad de hablarle. Ni siquiera a saludarla. ¡No permita Dios que me enamore de una chica pobre!, pensó cruzando la plaza de la Constitución. Para miseria, bastante tenía con la suya.

Pero además había otra razón por la que rehuía pensar en aquella cigarrera del Raval Roig; una razón menos sombría por cuanto radicaba en la parte más noble de su corazón, pero también más endeble al formar parte de lo que tan sólo era una ilusión, al menos de momento. Y mientras se adentraba en el barrio de San Francisco por la calle Teatinos, aislado de las voces y ruidos que le rodeaban y que brotaban de gargantas madrugadoras y comercios ya abiertos, Simón evocó la imagen radiante y algo idealizada de Carolina, ahijada de su patrono y hermana de su compañero Bartolomé.

Simón había visto por primera vez a Carolina pocas semanas antes, a principios de este año de 1836. Fue una mañana en la entrada del almacén. No cruzó ni una palabra con ella, pero su belleza le impresionó sobremanera. Iba acompañada de su amiga Juana, hija del patrón, con quien solía ir cogida de la mano como si fueran todavía chiquillas, pero él solo tuvo ojos para aquella cara alegre, tan nacarada y brillante como la de la Virgen del Carmen, con una boca algo grande, pero encantadora y al parecer siempre risueña. Ambas muchachas tenían dieciocho años y acababan de regresar definitivamente del internado en el que habían estado estudiando durante los dos últimos años, según le contó Bartolomé, con quien estuvieron hablando durante un rato, antes de alejarse del almacén entre un cascabeleo de risas.

Había vuelto a verla tres veces más; pero en ninguna tuvo oportunidad de hablar con ella. En verdad, ni siquiera pareció Carolina darse cuenta de su presencia. Pero ello no le impidió enamorarse de aquella muchacha preciosa y de familia acomodada. Era por tanto cuestión de tener paciencia y esperar una nueva ocasión, más propicia, para hacerse visible por fin ante ella, manteniendo una entrevista siquiera breve.

Giró Simón a la derecha en la esquina de la calle de la Igualdad y anduvo los últimos pasos que le separaban del almacén de don Manuel Carreras, situado en esta misma calle, entre las del Foso y de San Vicente. Era un local muy grande, donde se guardaba la mayor parte de los productos que el comerciante importaba y exportaba a través del puerto.

Y mientras se aproximaba al portón de doble hoja del almacén, Simón notó que su corazón se encabritaba de pronto como un potro desbocado. Carolina también estaba acercándose a la entrada del depósito, aunque en dirección opuesta. Llevaba un vestido claro y tenía recogida su cabellera negra y larga bajo un elegante sombrero. Escuchó su risa cantarina, mas esta vez tan agradable cascabeleo le resultó inquietante. El motivo se hallaba a su lado, caminando muy cerca de ella. Y es que esta vez no iba acompañada por su amiga Juana, sino por el hermano mayor de esta, Manolet. Simón conocía a Manuel Carreras hijo desde que empezara a trabajar en el almacén. Casi un año menor que Simón, el joven Carreras poseía un cuerpo menos poderoso que el suyo, pero vestía mejor ropa, había disfrutado de una educación mucho más esmerada, pertenecía a la alta burguesía y era el heredero de un importante negocio familiar. De modo que Simón se dio cuenta en seguida de su enorme desventaja, si es que el joven Carreras pretendía a Carolina, algo que vio confirmado cuando la pareja se separó en el portón. El breve e íntimo coloquio que mantuvieron, el beso que él le dio en una mano y, sobre todo, las miradas efusivas que se cruzaron al despedirse, patentizaron claramente la existencia de un romance, aunque solo estuviera en ciernes. Y aquello le dolió a Simón casi tanto como una puñalada. Su corazón dejó de galopar al encogerse de golpe y sus ojos verdes escudriñaron entre incrédulos y rabiosos en los de ella, al paso que se cruzaban fugazmente en la acera. Pero Carolina ni siquiera le miró.

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