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Nuestra mejor memoria

Era el año 84, el 85 como mucho, y todo era aún joven: el país, con la cándida Transición al fin salvada de amenazas golpistas y los intelectuales de Felipe González recién instalados en el poder; el paisaje de las costas, que apuraba sus últimos estertores de virginidad antes del hormigón que vendría a destrozarlo todo; y nosotros mismos, que con 13, 14 años, sólo necesitábamos unas mochilas que hicieran de porterías, un trozo de tierra y un balón, para tener el mundo a nuestros pies.

Jugábamos al fútbol todos los días menos el domingo porque el domingo íbamos al fútbol: los autobuses salían de Benalúa cargados de gente con bufandas, banderas al hombro y el aire hecho del humo de los cigarros que apenas disipaban las ventanillas abiertas mientras sonaban los transistores portátiles que muchos llevaban en el bolsillo, y que escupían los pitidos de los goles en mil estadios porque todos los partidos se jugaban a la vez: aquella bendita locura del carrusel con José Joaquín Brotons, Juan Manuel Gozalo, José María García y, en la conexión con Alicante, Vicente Hipólito desde el Rico Pérez.

Al Rico Pérez íbamos en aquel autobús que ascendía trabajosamente las cuestas de San Blas y que nos dejaba junto a un estadio donde todo era una fiesta, un marasmo de multitudes, porque siempre había fútbol de primera: es verdad que entonces no existía marcador electrónico, ni butacas en las gradas -que eran de un cemento duro como un tormento-; pero, repito, había fútbol de primera, la grada del Mundial siempre estaba abierta y por Alicante pasaban los mejores: pasaron en aquellos ochenta Butragueño, y Schuster y Sarabia y Maceda y Arconada. Nosotros, cada domingo íbamos a ver a Kempes.

Igual que en Buenos Aires había niños bosteros que se levantaban emocionados diciéndose, «hoy juega Maradona», nosotros amanecíamos pensando en Kempes y en su zurda. Ya no era el depredador que en el Mundial del 78 había devorado a la mítica Holanda, sino un veterano que jugaba casi andando pero que, aún andando, llevaba las manijas del Hércules y era su máximo goleador.

Kempes hizo mucho más grandes a un grupo de jugadores que formaban las alineaciones de aquel equipo que sabíamos recitar a la carrera: Latorre, que años antes le había hecho un inmortal marcaje al gran López Ufarte; Cartagena, que anotó el penalti con el que tumbamos al Barça de Venables; el Dante Sanabria, arquitecto del éxtasis que supuso el gol en el Bernabéu que nos dejó en Primera en la 84-85. De Kempes, 35 años después, recuerdo como si hubieran ocurrido ayer tres momentos: un tanto de falta al Zaragoza que fue como un guante deslizándose por el aire; el famoso gol olímpico al Atleti de Fillol; y el día de su despedida frente al Sevilla, cuando el latido del universo se paró en seco y fue sustituido para que la grada le tributara en aplausos el único homenaje que recibió durante más de tres décadas, hasta el que por iniciativa de este periódico recibió el pasado sábado.

En aquel atardecer del año 86 en el que Kempes enfilaba lento el camino de los vestuarios sabíamos una cosa, que no le veríamos jugar más, e ignorábamos una peor: que aquel instante iba a convertirse no sólo en nuestra mejor memoria sino casi en la última: que a partir de entonces y salvo alguna excepción se abrían las puertas de un infierno que se prolongaría durante lustros y más lustros por las canchas indecentes de la Segunda B para decirnos que ya nunca más tendríamos el mundo a nuestros pies.

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