Sobrecogidos todavía por el presunto asesinato de dos niños de muy corta edad a manos de sus propios progenitores en Godella (Valencia), se han escuchado voces que, en caliente y careciendo de la necesaria información, han tratado de culpar a los trabajadores sociales por no haber intervenido antes para evitar la tragedia. En un país tan aficionado a los juicios populares, lejos de aprender para reforzar los mecanismos y dispositivos públicos necesarios para evitar que se repitan situaciones similares, preferimos llenar nuestras particulares hogueras de víctimas para tranquilizar las conciencias.

Sin embargo, y aunque no podemos conocer en detalle los perfiles de un caso que mantiene la obligada confidencialidad de la intervención realizada por los diferentes profesionales, ha trascendido la información de que la abuela de los niños había comunicado a los servicios sociales su preocupación por el bienestar de estos, así como por la propia situación de inestabilidad mental su hija, quien al parecer, sufría un serio trastorno que requería una intervención y seguimiento médico adecuado del que carecía. Lo cierto es que los dos niños fallecieron de manera violenta, certificando un fallo en la protección hacia esos menores que exige revisar los procedimientos utilizados para evitar que en el futuro, algo similar vuelva a repetirse.

Dejemos que la justicia actúe mediante sus procedimientos de garantías procesales, pero tratemos de aprender, aunque sea tras la tragedia, para mejorar los mecanismos de detección, prevención e intervención, especialmente cuando la vida de menores esté en juego.

Empecemos hablando de la insuficiente atención y seguimiento terapéutico de los enfermos mentales. Es un drama del que no se habla, por el estigma que todavía tienen las enfermedades mentales en España y porque las grandes carencias que tienen estos enfermos recaen sobre las familias, quienes con un enorme sufrimiento, asumen como pueden la falta de recursos específicos. En España, la atención a los enfermos mentales hace aguas desde hace años de una manera dramática a pesar del aumento de estas patologías, con escasez de profesionales y recursos, inexistencia de dispositivos terapéuticos y falta de centros especializados. De tal manera que el modelo de atención a los enfermos mentales pasa por sustituir la falta de recursos por su medicalización, ante la imposibilidad de una atención adecuada por la falta de medios públicos, asumiendo las familias esos cuidados que los servicios públicos no proporcionan. Es un clamor que desde hace años vienen denunciando, con desesperación, las asociaciones y familiares de enfermos mentales sin que nadie haya atendido sus dramáticas peticiones de ayuda. Lejos de corregir estos graves problemas, los responsables públicos han optado por no hablar de ellos, ignorando sus demandas y necesidades.

En cuanto a los servicios sociales, existe una falta de valoración de su papel trascendental en el desarrollo de un sistema público de intervención social, tratando de garantizar la atención a las necesidades sociales y familiares que la ley recoge. Los servicios sociales municipales disponen de programas de intervención, pero con limitados recursos, medios, instrumentos e insuficientes profesionales, que en buena medida fueron diseñados para una pobreza distinta a la generada por la demoledora crisis desencadenada a partir de 2008. En sus carnes viven diariamente la contradicción de ver aumentar el número de personas y casos que tienen que atender, frente a los importantes recortes en recursos y plantillas profesionales que han sufrido.

Los servicios sociales funcionaron en España como un dique de contención ante la devastación social generada por la crisis, cuyos efectos perduran, viviendo un aumento espectacular en la demanda de intervenciones con la llegada de nuevas situaciones de pobreza que se han extendido a colectivos inéditos, así como la aparición de los trabajadores precarios pobres, recibiendo demandas cada vez mas complejas. Al igual que en los servicios de salud mental, la respuesta ha sido una fragmentación de las ayudas, con exigencias documentales y administrativas muy complejas y repetitivas, que necesitan tiempo para los numerosos informes sociales requeridos y su tramitación. Todo ello ha tenido un impacto negativo en la hiperburocratización de los servicios sociales, que se suma a su falta de recursos, restando un tiempo valioso para la detección, prevención, diagnóstico y el trabajo comunitario. A su vez, se ha tendido a que los servicios sociales se conviertan en simples dispensadores de recursos, atrapados en una maraña burocrática ante los crecientes requerimientos de cada vez más instituciones, lo que les impide hacer un trabajo preventivo en barrios y familias.

Uno de los ayuntamientos que más ha trabajado en la reducción de los trámites burocráticos en los servicios sociales, Barcelona, ha identificado cerca de 200 prestaciones distintas que desde estos servicios se pueden tramitar, para lo cual, ha creado una nueva oficina de prestaciones sociales y económicas con el cometido específico de simplificar los procesos y desburocratizar las tareas, mejorando la atención a los ciudadanos y cualificando la labor de los trabajadores sociales.

Por ello, antes de culpar a los trabajadores sociales, deberíamos conocer y mejorar su falta de recursos y la dureza de un trabajo que necesita de una profunda reorganización para dar respuesta efectiva a las exigencias que plantea el incremento de la desigualdad, la cronificación de la pobreza en diferentes colectivos y un aumento de las situaciones de riesgo social.