A comienzos del siglo XX, dos españoles y dos franceses que vivían en París se empeñaron en poner las narices de sus personajes donde no debían y, de golpe, nació el cubismo. Los dos españoles eran íntimos amigos en la miseria económica que les rodeaba, Pablo Picasso y Juan Gris. Mientras el malagueño había cortado con su periodo azul y rosa, el madrileño hacía verdaderas piruetas económicas para sobrevivir dibujando unas colaboraciones mal pagadas para unas revistas.

Un día, don Pablo se presentó en los dominios de Juan Gris, con el que compartía algo más que el cubismo, y estuvo merodeando por su destartalado estudio del Bateau Lavoir en Montmartre, donde se amontonaban y malvivían un puñado de pintores jóvenes que, años después, iban a inundar con sus obras los principales museos del mundo. De pronto, el artista malagueño se paró delante de una tela sin terminar y le pidió al pintor madrileño que se la regalara porque, según sus palabras, era una obra maestra. La cara de Juan Gris fue todo un poema porque la pintura estaba a medias. No obstante, ante la insistencia de su amigo, se la regaló y Pablo se la llevó a su estudio. Dos días después, un conocido marchante, cuyo nombre no revelaré salvo que insistan, visitaba el lugar donde Pablo amontonaba sus obras cubistas que, por entonces, tenían difícil salida comercial. Picasso, que tenía la manía de comer todos los días, recibió con untuosa amabilidad al marchante y, tras ponderar sus pinturas recientes, le mostró el cuadro que su amigo, tan ingenuamente, le había regalado: «¿Ha visto usted lo mal que remata sus obras Juan Gris€?». Al parecer, ahí finalizó para siempre jamás la estrecha amistad entre ambos pintores.

La anécdota, real o ficticia, merece ser tomada en consideración porque, según cuentan, el mundo artístico se asemeja al mundo político y académico donde los amigos de verdad brillan por su ausencia cuando los intereses chocan. Y es bueno recordarlo ahora que toca hablar bien, por supuesto, de un artista tan admirable como generoso, tan progresista como trabajador incansable, tan amigo de sus amigos como reivindicativo cuando de los derechos de autor se trata: José Díaz Azorín, de Yecla, por supuesto, como no podía ser menos con ese ilustre segundo apellido. Pepe, hijo de artista y padre de artistas, que en su largo deambular académico y pictórico ha pasado entre otros lugares por Alicante o Elche, un buen día tuvo la delicadeza de asentarse en la parte alta de la bella Altea; esa ciudad blanca por mediterránea que se apiña sobre el montículo donde se alza una iglesia parroquial de azulada cúpula y airoso campanario, cerca de donde vive y donde suele desayunar todos los días teléfono móvil en ristre. Allí, en la capital cultural del País Valenciano, Pepe Azorín, dejemos el don José y el Díaz, convivió con otros ilustres artistas y convirtieron aquella pequeña ciudad en un semillero de pintores, grabadores, ceramistas, cantantes, bailadores o escultores que revolucionaron el mundo artístico de los años setenta y venideros.

Me recuerdo de joven (hace ya mucho, mucho tiempo) intentando desentrañar lo del fenómeno conceptualizado en el arte leyendo a Simón Marchan y entonces comprendí, como un André Breton caído del caballo, que el entorno y el ambiente en que el artista se desenvuelve condiciona positivamente su obra. Y ese es el caso de Pepe (ya dejamos hasta el Azorín). Así nacieron aquellas hermosas pero tristes palomas que no podían volar porque llevaban las alas atadas y rotas por la represión y la falta de libertades que sufría este país. O sus raíces retorcidas para que no olvidáramos, con el poeta Estellés, donde se situaban «els nostres arrels». Y esos abrazos entrañables, amorosos y reconciliatorios que presagiaban lo que ocurrió tras la muerte del dictador: la llegada de la esperanza. O, para no hacer esta relación demasiado extensa y que suene a coba, esas manos en sanguina, colosales, siempre dispuestas a entrechocarse como símbolo fraterno de amistad.

El otro día, a Pepe le brindaron un más que merecido homenaje sus familiares, amigos, compañeros y todas las instituciones y entidades del País Valencià. Desde la UGT hasta la Universidad, desde la Generalitat al Consell Valenciá de Cultura pasando por el Ayuntamiento de Altea. El salón de la Casa de Cultura se abarrotó para agradecer al artista la labor desarrollada tras tantos años de carrera artística y calidad humana.

Hoy, Pepe, con sus bien llevados ochenta años, deja pasar el tiempo, el implacable que cantara Pablo Milanés, sin dejar de pintar y dibujar proyectos. Y, muy bien acompañado por su imprescindible Rosa, compañera de siempre, y Lorena, Damiá se nos hizo internacional, continúa disfrutando del sol que todas las mañanas le saluda al levantarse en su casa del antiguo carrer Cementeri. Calle que algún día, esperamos que más temprano que tarde, lleve merecidamente su nombre.