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Frustración

Es un asunto grave que suele estar detrás, aunque no siempre, de otro gran problema contemporáneo, a saber, la violencia. Se trata de la frustración que sienten muchos habitantes del planeta respecto a sus deseos o necesidades insatisfechas. Esas necesidades son muy variadas (Maslow, Galtung o Max Neef han proporcionado enumeraciones relevantes) y su insatisfacción viene producida por diversos factores sociales que incluyen el lavado de cerebro mediante publicidades a favor de más y más intensas necesidades que la vida se encarga de imposibilitar, en especial por algo que también es importante para entender el mundo contemporáneo: el aumento de la desigualdad que lleva a la frustración no, por supuesto, para los que mejoran con ella, sino para los que pierden o temen perder, en una mezcla de frustración y ansiedad. El problema es que la frustración, desde niños, lleva a la agresividad y mucho más si se le ha explicado al individuo que los deseos están para cumplirse y las necesidades para satisfacerse, sin ningún truco para gestionar lo contrario.

Nuestra agresividad busca objetos sobre la que descargarse, pasando de agresividad a agresión. El primero y más evidente es uno mismo y puede tener manifestaciones, digamos, suaves a través de la depresión, esa situación que, a decir de la OMS, afecta centenares de millones de personas en el mundo. Pero también puede llegar a extremos: la violencia directa contra uno mismo, es decir, el suicidio que afectaría a centenares de miles en el mundo y que parece estar en alza en España, aunque no tanto en el mundo. Terrible, la semana pasada, en Gaza.

Una reacción todavía individual es la de los que atacan de manera indiscriminada a posibles víctimas. Son, por ejemplo, los que, en Las Vegas en octubre de 2017, disparan contra la multitud, causando decenas de muertos y centenares de heridos. Conviene tomar con cautela las reivindicaciones posteriores del atentado, una vez muerto el asesino, por parte de organizaciones a las que ese tipo de publicidad les viene bien.

Un paso más: los que, todavía a esta escala individual, presentan diversos tipos de fobia y atacan al que ven diferente (xenofobia), a quienes califican como miembros de grupos «rechazables» (es el caso de la homofobia llevada al asesinato) o, sencillamente, a grupos juzgados como suficientemente débiles como para ser objeto de un acto violento sin riesgos para el perpetrador. Mujeres, ancianos y niños estarían en este capítulo. Violencia doméstica en muchos casos, pero no solo en ese ámbito.

La agresividad que pasa a agresión puede ser también comportamiento de grupo. Los frustrados, pero no solo ellos, pueden buscar anclar sus odios compartiéndolos con otros, con lo que el odio se hace más fuerte y la posibilidad de violencia directa mayor. No parece que el ser humano lleve con facilidad matar a semejantes. De hecho, es interesante la bibliografía sobre el «enseñar a matar» que implica el entrenamiento militar o de tipo militar en grupos organizados al respecto. Así que, para que el individuo supere su repugnancia a matar a semejantes, hay que etiquetar convenientemente a las posibles víctimas (los nazis etiquetaron a los judíos, gitanos y homosexuales como «subhumanos»), hay que generar algún tipo de autoridad que perdone al asesino (el líder inmediato o lejano, no importa, pero mejor cercano) y un grupo en el que sentirse apoyado. Ejemplo el de Christchurch. El etiquetado no tiene por qué ser necesariamente objetivo. Puede ser incluso engañoso como sucede con los anti-inmigrantes que les acusan hasta de los efectos de la falta de inversión sanitaria por parte de autoridades (in)competentes.

Entramos en el mundo de las bandas, desde las que tienen como actividad casi única la violencia (de ahí las «quedadas» para practicarla contra otros grupos del mismo tipo) hasta las que tienen dianas específicas (grupos «anti») pasando por las que usan la violencia como instrumento para conseguir otro tipo de fines (territorio, lealtad, complicidad y demás).

Todo esto en el campo de la agresión. Pero hay una forma más de gestionar la frustración y es la de buscar o proponer un enemigo externo que la explique. Violencia simbólica que no siempre pasa a violencia directa, pero que tiene una doble función. Por un lado, «distraer» la atención de las causas de la propia frustración al situarlas «fuera» y, por otro, cohesionar al grupo para que, si «hiciera falta», se pueda pasar a formas de violencia directa más estructuradas, guerras o guerrillas o violencia urbana.

No extrañe que la depresión aumente y los nacionalismos estatales y sub-estatales también.

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