Durante el siglo XIX el País Vasco y Cataluña fueron los dos territorios donde arraigó con más fuerza el movimiento político tradicionalista, reaccionario y antiliberal del Carlismo. Su oposición al secularismo parlamentario del nuevo Estado y la defensa del régimen foral encontraron eco allí donde la modernización burguesa e ilustrada levantaba más suspicacias. Amplios sectores de la jerarquía eclesiástica española vieron con buenos ojos -cuando no alentaron directamente- ese movimiento de oposición a la división Iglesia Estado.

La derrota en las sucesivas guerras civiles que protagonizaron durante todo el XIX, no evitaron su acantonamiento en los territorios con sociedades rurales más densas y afectas a un clericalismo católico identificado con el nativismo local. En líneas generales, en Madrid, Bilbao y Barcelona predominaba el liberalismo burgués, pero en las comarcas rurales y ciudades secundarias del País Vasco y Cataluña (y Aragón y Valencia), el Carlismo aglutinó las poblaciones rurales, la aristocracia y el clero en una reacción contra la modernización que tenía por objeto preservar la unidad católica de España.

La derrota, el romanticismo y el inevitable predominio cultural de las ciudades desde finales del XIX y principios del XX, mutaron el tradicionalismo en nacionalismos que combinaban la tradición sentimental del Carlismo con el auge de nuevas y poderosas burguesías industriales y económicas. Burguesías que no podían aspirar a protagonizar la vida política española por su carácter periférico, y por una singularidad a la que se aferraban estereotipándola en la misma medida que les marginaba hiriéndoles.

La derrota republicana y la victoria de Franco terminaron por convertir al nacionalismo en el receptáculo ideológico de unas singularidades ahora destiladas en las calderas de la postergación cultural y política. El nacionalismo, dice Isaiah Berlin, es una reacción a las heridas. Todo ello acunado en sociedades todavía densamente religiosas con un catolicismo acendradamente localista. De hecho, el País vasco y Cataluña destacan a mediados del siglo XX español como dos de los territorios donde la Iglesia tiene un influjo social más sostenido y una influencia sobre las élites locales más decisivo.

Pero desde esa misma época y en paralelo con el intenso desarrollo económico, el País Vasco y Cataluña son también dos de las comunidades en las que el proceso de secularización es más agudo y acelerado, y en las que la descristianización resulta más amplia y dominante. En esas circunstancias, con todo lo anterior concurre un cambio en la polaridad ideológica de las izquierdas que, refractarias a la naturaleza mercantil de la globalización, evolucionan desde su tradicional internacionalismo hacia localismos refractados en singularidades lingüístico culturales, municipalistas o medioambientales.

Ciertamente, a veces y desde principios del siglo XX como en Cataluña, y desde finales de los años cincuenta en el País Vasco, ciertas izquierdas habían abrazado la causa nacionalista, si bien con afinidades ideológicas muy marcadas por la época y que van desde el frentismo de los primeros decenios del siglo, hasta la lucha armada y el terrorismo ya en pleno siglo XX, con crueles consecuencias en nuestro país.

Pero la crisis contemporánea del comunismo primero y de la socialdemocracia después, y la reformulación localista del progresismo ideológico atomizado en microespacios para solidaridades vecinales, municipales, comarcales y regionales, ha permitido que incluso el vetusto anarquismo -transformado en asamblearismo antisistema- se multiplique en entusiastas precursores de las «estructuras de Estado» en favor de la independencia.

Tanto la secularización de las fuerzas reaccionarias primero y burguesas después, como la ya secularizada épica cristiana en la épica revolucionaria primero y progresista después, confluyen en la más potente síntesis contemporánea de religiosidad civil e ideológica: el nacionalismo.

Para apoyarlo se podría aducir la replicación de todas las dimensiones de la experiencia religiosa: el nacionalismo tiene una liturgia, una ascética, una mística, un santoral con sus mártires y profetas, sus festividades sacrales, su clero y su feligresía con conversos, tibios y apostatas, herejes e infieles (y desde el uno de octubre, su Herodes mata inocentes). Tienen su Sinaí y sus tablas de la ley con forma de referéndum, su tierra prometida, su simbología e imaginería, su lírica espiritual, su cantoral y su circuncisión idiomática, estética, cultural. Y, según Berlin, tendría hasta una infalibilidad moral pues «invoca una autoridad impersonal infalible como la nación».

El independentismo no es una ideología, es una religión civil sustitutiva, es decir, una forma de vivir, de sentir y de concebir la forma feliz de la sociedad en la persuasión alegre de la bondad e inocencia de sus aspiraciones y sentimientos colectivos. Y forma parte esencial de ese modo de vivir el relato que casi cumple la función de las Escrituras. Se necesita hundir en la historia la identidad con el correspondiente memorial de heroicidades y agravios, y se necesita ofrecer una justificación actual a la imperativa necesidad de ruptura.

El relato sitúa esa justificación en la suspensión o modificación por parte del Tribunal Constitucional de catorce de los artículos del estatuto aprobado en referéndum. De esa suspensión derivaría una doble y contrapuesta legitimidad: la legal e institucional minada por la politización del sistema judicial español, y por el franquismo remanente en la precariedad democrática de las instituciones surgidas de la Constitución del 78; y la nueva legitimidad democrática del pueblo catalán a cuyo mandato se deben las instituciones y los partidos políticos catalanes.

Asumir ese relato implica un acto de fe y la consiguiente conversión que consiste en afirmar la existencia de un sujeto de derechos políticos que es el pueblo catalán. Adoptar esa posición significa ingresar en el grupo de los creyentes, compartir su fraternidad y circular por un discurso con aspiraciones de racionalidad, pero seccionado en su origen, pues requiere la previa separación del sujeto del que se predica el derecho a separarse. De ahí su naturaleza inevitablemente sectaria pues ha de generar un nuevo sentido común con sus correspondientes prejuicios sentimentales, cuya finalidad es unir a los que al mismo tiempo separa de todos los demás.

Ni la fuga de empresas, ni el 155 más severo, ni las sentencias ejemplarizantes o conciliadoras, ni el apaciguamiento y las concesiones resolverán un problema que ha llegado a depositarse en el lecho de las corrientes ideológicas: los afectos y las creencias. Solo el dominio del relato es un contendiente político a su altura. Pero, ¿hay alguien ahí?