Ando organizando mi particular kit de supervivencia para los meses que nos esperan. Prepárense para un recalcitrante machaqueo en estas semanas turbulentas, con dos citas electorales -en realidad, cuatro- y apenas un mes de diferencia. Recopilo una buena dosis de bossa, tango y jazz, para escuchar solo aquello que me agrada. Añado cuarto y mitad de lecturas tranquilas, con cierta proporción de pensadores clásicos, de otros que no lo son tanto y aderezando con una pizca de poesía. De colofón, esas películas que siguen pendientes junto a otras que, como la mítica Casablanca, recuerdan que el tiempo pasará y que las mentiras tomarán cuerpo de realidad. No olviden que Bogart -o Rick- nunca dijo aquello de «tócala otra vez, Sam» aunque, como en tantas otras ocasiones, acabemos por creer que fue así. Eso es la vida.

El panorama está caliente, muy caliente. Motivos hay para preocuparse porque no está el patio para ir repartiendo leches y, sin embargo, todo indica que vamos en esa dirección. Ya se oye berrear a quienes hacen del improperio su único modo de expresión. Van a piñón fijo porque el enfrentamiento -y no el diálogo- es lo que hace disfrutar a las masas. En fin, que habrá que asumir que el votante reflexivo pasó a mejor vida, como advierten los popes del marketing político. Ya saben que uno vota con las vísceras y, lamentablemente, nos van a calentar las emociones más allá de toda lógica. Acabaremos saliendo a la calle al más puro estilo «The Walking Dead», siguiendo al líder y sin hacer pregunta alguna. Y es que, para ser un buen elector, basta con hacer lo que nos indiquen aun a riesgo de actuar como zombies.

Claro está que podemos optar por ser puñeteros y exigir respuestas. Les aconsejo que lo hagan. Al fin y al cabo, si vamos a subastar nuestro voto, que el precio sea justo. Tenemos derecho a que se estiren un poco y nos expliquen qué van a hacer con él. Es cuestión de currarse el asunto y abandonar el viejo cliché del votante inocente que, años después, llora al sentirse engañado. Lean las propuestas y, en lo posible, planteen dudas. Eviten creer en quimeras, que en este país ya nos han vendido de todo. Y, por supuesto, preocúpense de su jardín -vaya, de lo más próximo y cotidiano - porque no solo de cruzadas, tan nobles como lejanas, vive el hombre.

Metidos en harina, un servidor va llenando la mochila de las cosas que le vienen importando en mayor medida. Quiero respuestas. Miro hacia atrás y me doy cuenta de que son los mismos problemas que ya nos preocupaban hace un par de décadas. Me extraña que no seamos algo más consistentes a la hora de exigir soluciones. Y es que es fácil dirigir nuestra atención hacia asuntos menores. Atiendan a los medios informativos y valoren si realmente reflejan sus principales preocupaciones diarias. Lo dudo.

Realmente pido poco. Para empezar, quiero que me expliquen el plan previsto para seguir bajando el paro y mejorar la calidad del empleo. Si este es el principal asunto que nos preocupa a los españoles, supongo que todos los partidos en liza se dedicarán a exponer detalladamente sus propuestas. Hasta el momento, poca cosa. Tampoco estaría de más que nos aclaren si, de una vez por todas, vamos a disponer de un sistema educativo estable, si se financiará adecuadamente un gasto sanitario tan creciente como necesario, o si los pensionistas actuales -y futuros, por supuesto- podrán dormir algo más tranquilos. En fin, que recibamos respuesta a cuanto nos preocupa porque, de no ser así, todo quedará en un «quítate tú, pa' ponerme yo». Así parece.

Lejos de conocer propuestas de estos temas cotidianos, uno tiene que conformarse con la última ocurrencia de Pablo Casado o con los brindis al sol de Pedro Sánchez. Al primero se le ve preocupado por las inmigrantes ilegales que deseen dejar a sus hijos en adopción. Supongo que lo difícil será encontrarlas, porque dudo que nadie recorra miles de kilómetros para desprenderse de sus criaturas, sino para encontrar un futuro mejor junto a ellas. Mientras tanto, Sánchez sigue utilizando los medios del Estado como le viene en gana, regalándonos decretos-leyes sin presupuesto alguno en que sustentarlos. Eso sí, sus viernes «sociales» han recibido el beneplácito de la misma Junta Electoral Central que prohíbe los dichosos lacitos amarillos en Cataluña. Pues vale, pero luego no se quejen si Torra y los suyos se ponen de mala leche. Al final tendrán algo de razón.

Evitar la inestabilidad es el verdadero reto de las próximas elecciones, aunque todo parece apuntar a que acabaremos repitiendo la asignatura. Puestos a empeorar el panorama, la campaña electoral seguirá contagiada del populismo que tan escaso beneficio ha aportado en esta última legislatura. Eso sí, ahora habrá posibilidad de elegir. Si la intención es hacer mella entre los populares será cuestión de votar a Vox; si se trata de jorobar a socialistas, mejor optar por Podemos. Es posible que, ni unos ni otros, pinten mucho a la hora de gobernar, pero sí de hacer perder votos a PSOE, PP y Ciudadanos, aunque sea por distintas razones. Menos mal que tenemos a Epi y Blas para recordarnos a la compleja Ley d´Hondt. Por cierto, no rechacen tan pronto la propuesta de Manuel Valls porque, como vengan mal dadas, tal vez sea mejor apoyar a los constitucionalistas -sea quien sea, gane quien gane- que seguir dependiendo de pactos con antisistema y separatistas. Al fin y al cabo, en este país somos «centristas» o «biconceptuales», como prefieran denominar a esa ideología moderada que caracteriza al español medio.

Dice Arturo Pérez Reverte que somos un país en demolición y que la culpa es nuestra. Lleva razón y así seguiremos mientras no nos tomemos estas cosas -las de la política, por supuesto- más en serio. De nuevo empieza la fiesta. No se atraganten.