Información

Información

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

Juan R. Gil

La verdad sobre el caso Zaplana

La apertura del secreto de la parte mollar del sumario que se instruye contra el expresident de la Generalitat dibuja un panorama desolador, con la presunta corrupción instalada en el corazón del Estado

El día en que arrestaron a Eduardo Zaplana escribí en estas mismas páginas que yo no era de los que se alegraban de su apresamiento, pero también dije: «Y con esto se acabó el cuento. Es un ministro de Aznar, el primer jefe del Consell que tuvieron los populares, el que ha sido detenido. No hay oro, ni incienso ni mirra, pues: sólo queda carbón. El mismo que hay debajo de ese parque de atracciones que se construyó sobre las brasas de un paraje natural arrasado por un incendio cuyo autor jamás fue descubierto, sofocado el cual, donde antes había pinos luego hubo un catastro poblado con los nombres más granados del empresariado patrio, cada cual con su parcela. (...) Ya no estamos en los amiguitos del alma y los trajes de Camps o en la discrecionalidad culposa de Olivas (...). Hemos ido remontando y ahora ya hablamos del big bang, del minuto cero, de la propia partida de nacimiento del PP en esta Comunidad. Y resulta que fue un mal parto» (El hombre al que atrapó su sombra, 23 de mayo de 2018).

Perdonen por la larga autocita. Pero la apertura esta semana de otra parte del sumario contra el expresident de la Generalitat que dirige desde el juzgado de Instrucción número 8 de València la juez Isabel García no sólo ha dado cuerpo a los peores temores sobre este caso, sino que los ha situado en su auténtica dimensión. Porque la operativa que de él se desprende es, ni más ni menos, la de un político que nada más llegar a la cumbre del poder en la Comunitat Valenciana habría comenzado a reclamar comisiones a cambio de adjudicaciones, que mientras ejercía luego como ministro del Gobierno de España (el ministro portavoz que dio la cara en los días de la mayor masacre terrorista cometida en suelo europeo, nada menos) se dedicaba, todo al mismo tiempo, a ocultar los beneficios de dichas mordidas mediante una compleja trama de sociedades que operaban en los países más opacos y que después, una vez fuera de la primera fila de la política, pero ocupando plaza de alto directivo en una de nuestras más importantes multinacionales y presidiendo, además, el foro de Opinión de más solera en los cenáculos político-empresariales de este país, el Club Siglo XXI de Madrid, trató de repatriar y blanquear esos fondos producto de la ilegalidad.

Todo esto es presuntamente. He defendido decenas de veces a lo largo de mi carrera esa presunción de inocencia intrínseca al Estado de Derecho y, por tanto, seguiré sosteniendo que Zaplana debe ser considerado inocente mientras una condena firme no sentencie otra cosa. Pero, conocida la parte mollar del sumario -queda otra todavía secreta, pero aunque haya en ella cosas importantes lo sabido hasta aquí ya dibuja un panorama francamente desolador-, el relato que desprende la instrucción de la juez aporta un cantidad de información precisa y de muy difícil explicación, que prefiguran al llamado caso Erial, que bien podría llamarse caso Zaplana, como uno de los mayores sucesos de corrupción conocidos hasta ahora, no tanto por el montante de lo distraído (de momento, los investigadores ya han situado la cifra por encima de los diez millones de euros) como por la relevancia de su protagonista y por la red de fraude y mentiras que necesariamente tuvo que diseñarse desde el principio para, en definitiva, conseguir un enriquecimiento a costa de los ciudadanos.

Ya lo he escrito antes: Zaplana fue presidente de una de las comunidades más importantes de este país, fue dos veces ministro del Gobierno de España, estaba predestinado a ser vicepresidente de ese gobierno si el PP hubiera ganado, como casi todas las encuestas auguraban, las elecciones de 2004, perdido el poder fue el portavoz del Grupo Parlamentario Popular, solo por debajo en protagonismo de Mariano Rajoy, pasó después a la cúpula de Telefónica y durante todo ese tiempo, siempre según el sumario, la trama montada para defraudar a los ciudadanos estuvo funcionando desde el mismo corazón del Estado, primero, y desde sus aledaños después.

Y desde el principio. Eso es lo tremendo. No voy a destripar aquí el sumario, porque eso ya lo están haciendo mis compañeros especialistas en Tribunales en este y otros periódicos. Pero si Zaplana llegó al poder en la Comunitat Valenciana en 1995 y los primeros movimientos que detecta la instrucción empiezan en 1997 eso querría decir, si la acusación se prueba, que había desde antes de ganar las elecciones una voluntad de manosear la institución en beneficio propio y, si no un plan detallado, sí al menos una idea conformada acerca de cómo hacerlo. Un simple ejemplo: Terra Mítica, de donde según el sumario también se cosecharon comisiones, se anunció ya en 1996, pero el paraje natural sobre el que se levantó había ardido en 1994, un año antes de que Zaplana llegara al Palau, mientras era alcalde de Benidorm. Se construyó en tiempo récord y quebró con la misma rapidez: lo inauguró el entonces príncipe Felipe en 2000, en 2002 tuvo que restringir su horario ante la falta de visitantes y en 2004 ya estaba en concurso de acreedores. Varias sentencias anteriores, y ahora una de las líneas de investigación de este sumario del Juzgado 8 de València, indican que mientras los ciudadanos de la Comunitat Valenciana pagaron ingentes cantidades de dinero público (cientos de millones de euros) para que ese parque se edificara sobre el erial que había dejado aquel incendio jamás aclarado, Zaplana y otros, presuntamente, estaban obteniendo pingües beneficios.

Pero hablaba, no sólo de fraude, sino de mentira. De una gran mentira. Una mentira consciente, proyectada en su más mínimo detalle, que si se ratifica haría de Eduardo Zaplana un remedo del doctor Jekyll y míster Hyde. Siempre vestido de forma impoluta, en todo momento solícito y cercano, enormemente lúcido a la hora del análisis no sólo político sino también social, el doctor Jekyll se movía en la cumbre de los Palacios y la alta sociedad, pero en él vivía también un Hyde que frecuentaba las cloacas y se relacionaba con sus habitantes. Y esa es la parte más difícil de asumir por quienes hemos tenido trato profesional o personal con él, y más imposible de justificar por su parte. He oido a Zaplana explicar mil veces el daño que la corrupción había causado al sistema político español, de hecho fue el primer político al que le vi anticipar la ola de indignación que venía y la trascendencia que iba a tener el movimiento 15M, cuando los indignados ni siquiera habían terminado de plantar sus tiendas en la Puerta del Sol. Le he escuchado sostener con vehemencia que había que llevar cuidado con no extender la sombra de la corrupción sobre todos los políticos como si fuera una inmensa e imparable mancha de aceite pero que, a cambio, había que ser contundente con aquellos que sí se hubieran corrompido -«el que la haya hecho, que la pague»-. Le he visto defender con insistencia que un político que se corrompe sabe cuándo lo han cazado y que la primera forma que tiene de enmendar el daño es, al menos llegados a ese punto, reconocerlo en lugar de atrincherarse: «Tú sabes si lo has hecho, así que si te han pillado ni sufras ni hagas sufrir».

¿Dónde está ahora ese Zaplana? No lo sé. Sé que se proclama inocente, para lo que ha aportado un informe que cifra en casi 9,7 millones de euros sus ingresos y los de su mujer entre 2001 y 2017, lo que según su defensa justificaría lo abultado de su patrimonio. Y, más allá de eso, que se declara víctima de una extraña conspiración para hundirle, en la que habrían participado desde el CNI hasta los bajíos del Estado. Pero si fuera así de sencillo, la pregunta sin respuesta sería qué interés tendrían los servicios secretos y todos esos personajes del inframundo en ir a por él ahora que ya no era nadie, porque precisamente Zaplana tuvo siempre cuidado en irse de los sitios justo antes de que llegase su sombra: dejó la Generalitat sin cumplir dos mandatos, abandonó la portavocía del Grupo Popular cuando podía haber vuelto a un ministerio, negoció su salida de Telefónica poco antes de ser detenido... Pero, sobre todo, la cuestión inexplicable es, cuando se lee el sumario, cómo y para qué, si no fue para delinquir, se relacionó con espías (la sobrina de Paesa, el hombre que ayudó a huir a Luis Roldán, fingió su propia muerte y supuestamente se quedó con el dinero robado por el exdirector general de la Guardia Civil), un reclamado de la Justicia (el búlgaro que le alquiló el último piso, acusado de fundir joyas empeñadas por personas desahuciadas para convertirlas en lingotes de oro con los que blanquear dinero negro de distintas procedencias) o con abogados especialistas en montar empresas en paraísos fiscales (el uruguayo Belhot). Dos de ellos (Beatriz Paesa y Belhot) han pactado con la Fiscalía y señalado a Zaplana como el propietario último de los millones que movieron. Pero Paesa ha dado además detalles sobre el papel de otro viejo conocido, Juan Cotino, apuntalando aún más esta trama de presunta corrupción en el corazón del Estado, porque no puede olvidarse que Cotino fue el director general de la Policía en el gobierno de Aznar, luego se desempeñó como delegado del Gobierno y después fue la segunda autoridad de la Comunitat, como president de les Corts. Hablaba antes de que, si las acusaciones que contiene el sumario se demuestran ante el tribunal que les juzgue, estaremos no solo ante un enorme fraude, sino también ante una mentira planificada hasta el último detalle y sostenida durante décadas. Y lo de Cotino forma parte de ese presunto teatrillo, porque en esta Comunitat y durante años se nos hizo creer que Zaplana y Cotino eran dos enemigos a muerte (literalmente, a muerte: Cotino dejó sin escolta a Zaplana unas horas cuando éste aún estaba amenazado por terroristas de distinto pelaje), que ni siquiera se dirigían la palabra en público. Pero en privado, de acuerdo con la investigación, hacían negocios a través de intermediarios.

Negocios que se hacían siempre dentro del círculo de máxima confianza, del entorno familiar. En el caso de Cotino, su sobrino. En el de Zaplana su mujer, imputada; sus hijas, una de ellas imputada y otra cuyas cuentas arrojan movimientos y compras que nada tienen que ver con la imagen que de ella se tiene; su yerno, imputado; sus amigos más estrechos, imputados; su exjefe de gabinete, imputado; su secretaria, imputada. Hasta una antigua diputada con la que se le relacionó y de la que nada se sabía hacía años ha sido también imputada por su supuesta participación reciente en los hechos. Parece una novela negra (clanes, sicarios y espías se dan cita en el argumento) pero es mucho más grave que eso. Porque de probarse lo que la instrucción ha ido hilvanando (y que Zaplana esté alegando ahora defectos de forma, que no de fondo, o que ya haya cambiado una vez de abogado, no son buenas señales para su defensa) lo que de verdad sería terrible es que habría sido él, nada más llegar a la presidencia, el que habría puesto en marcha un sistema basado desde el inicio en la corrupción programada del que luego se derivaron todos los casos que pusieron a esta Comunitat y al PP contra las cuerdas. Como dije en aquel artículo de mayo que antes cité, él habría sido entonces el principio de todo, el pecado original, el macho alfa que marcó a los demás el camino que seguir.

Zaplana empezó mal su carrera. Implicado en el llamado caso Naseiro. Nunca dijo la frase «estoy en política para forrarme»; esa la dijo Vicente Sanz, condenado luego por abusos sexuales. Pero sí le comentó a Salvador Palop: «Necesito mucho dinero para vivir». Fueron unas palabras que pronunció en 1990, en un conversación telefónica grabada por orden de un juez y que mantuvo un domingo, desde el austero despacho de joven abogado corto de clientes que ocupaba en un piso de la calle Gambo de Benidorm. Cinco años después, llegó a la Presidencia de la Generalitat. Y ya nunca le vimos necesitar dinero. Los investigadores creen ahora saber por qué.

Lo último en INF+

Compartir el artículo

stats