Somos un país de insulto fácil, donde los paisanos gustamos de soltar lindezas a los ajenos para deleite de los corazones, la sinrazón o por pura diversión, aunque las más de las veces sea para desahogar el alma de tantas congojas y sinsabores. Los insultadores buscan, en su afán de victoria, la degradación y humillación del insultado, sean cualesquiera que fueren las causas que le llevan a ello. Se le atribuye a Diógenes de Sinope, también llamado el Cínico, aquello de que «el insulto deshonra a quien lo infiere, no a quien lo recibe». Pero no olvidemos que quien lo emite se desquita de emociones asfixiantes y quien lo encaja se replantea su existencia.

Una de las situaciones más habituales en el mundo de los improperios es utilizarlos en defensa propia para distraer al contrincante o intentar desacreditarlo ante los que tienen que apoyar una moción. De esta forma tan vituperante cualquier tragaldabas tiene la oportunidad de mancillar al oponente y conseguir que se olvide o se desvíe el curso de los acontecimientos, para tomar nuevas fuerzas o buscar nuevos argumentos.

Entre mis insultos favoritos se encuentra el «autoinsulto», que consigue enaltecer el espíritu a quién es capaz de envainarse el orgullo y reconocer sus errores, aunque sea a fuerza de decirse todo aquello que nadie se atreve a espetarle en su cara. La expresión más común hacia uno mismo es la de: ¡soy gilipollas!, que engloba en su seno toda una amplia gama de equivocaciones encadenadas que lo llevan a la más esplendorosa de las frustraciones y para intentar amortiguarla se autocastiga buscando así el alivio deseado. Los refinados se suelen insultar llamándose berzotas o gilipuertas, los brutos se denominan capullos, los políticos se tildan de lameculos, los religiosos de cretinos, los ilustrados de petimetres o lumbreras y los banqueros de sanguijuelas, por poner algunos ejemplos ilustrativos de tan noble arte.

Como colofón, no es posible omitir el sumun de los agravios, el insulto a la inteligencia, que en este país nuestro es uno de los más utilizados. De hecho no hay día que no se agreda a la inteligencia de los ciudadanos desde diferentes frentes. El que sobresale por su magnitud y ultraje reiterado es el que administran los políticos en grandes cantidades, habiendo adquirido una habilidad exorbitante en su aplicación. A partir de aquí, y en menor medida, estarían los que lanzan las compañías de electricidad, agua y servicios básicos en general, los juristas con sus malabares lingüísticos incomprensibles plasmados en miles y miles de folios para intentar ser más creíbles o los de cientos de mediocres que conviven con nosotros en amor y compaña.