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Bartolomé Pérez Gálvez

Equidad obligada

El dato asusta. Nada menos que el 56% de los jóvenes españoles sigue manteniendo posiciones machistas. Al menos eso es lo que concluye el primer Informe Jóvenes y Género, recientemente presentado por el Centro Reina Sofía sobre Adolescencia y Juventud. Los resultados del estudio obligan a considerar que, lejos de tender a desaparecer, la brecha de género persiste con las nuevas generaciones. En algo estaremos fallando porque, se vea como se vea, el fracaso tiene pinta de ser mayúsculo. Tal vez vayamos sobrados de palabreríos, manifestaciones y promesas; en su lugar, se echan en falta soluciones reales. Res non verba, que dirían los romanos.

Estaba convencido de que habíamos avanzado algo más, en cuanto a sensibilizarnos respecto a las desigualdades de género. Sin embargo, la realidad parece ser bien distinta. Apenas cuatro de cada diez españoles, con edades comprendidas entre los 15 y 29 años, son conscientes de la falta de equidad existente entre hombres y mujeres. Mala cosa, pero aún es más grave que, entre los varones, solo un 30% se oponga abiertamente a las conductas sexistas. En otros términos, la inmensa mayoría de los hombres que aún no han alcanzado la treintena consideran que la desigualdad de género es un cuento chino. Increíble. Y no parece que el asunto tenga visos de cambiar, por mucho que se insista en pintar el escenario como solidario e igualitario. Vaya panorama.

Habrá que ir asumiendo que el mensaje no ha calado, pero no por ello la falta de equidad deja de ser tan cierta como dolorosa. La brecha de género en España no solo sigue siendo evidente, sino que apunta al alza. Quienes desconfíen de las encuestas -suspicacia comprensible, por supuesto- siempre pueden recurrir a otras fuentes y ratificar que el presente es, en el mejor de los casos, bastante gris. Consulten, por ejemplo, el Índice Global de la Brecha de Género (Global Gender Gap Report) que, desde el año 2006, publica regularmente el Foro Económico Mundial. Ahí andamos subsistiendo, aunque en el ranking general resistimos bien la comparación internacional. Ocupamos el puesto número 29 entre los 149 países evaluados. Pero, ojo, no hay motivo alguno para ser complacientes con nuestra trayectoria. En 2006 nos situábamos en la undécima posición, así que la cosa ha ido a peor. Vaya, que hemos retrocedido significativamente si comparamos nuestra evolución con la del resto de los países.

Cierto es que en algunos aspectos hemos mejorado. Hay que recordar que, en España, las mujeres alcanzan un nivel educativo sensiblemente superior al de los hombres. Entre los 25 y 29 años, la mitad de ellas disponen de estudios superiores; entre ellos, apenas un 38%. Se trata de un importante avance que es justo resaltar, pero también es nuestro único punto fuerte a la hora de afrontar el problema. No busquen más porque aquí concluye la equidad y comienza la paradoja: habiendo obtenido un mayor nivel formativo, el acceso de las mujeres al mercado laboral es menor. Una incongruencia descomunal que nos sitúa como uno de los países con mayores desigualdades sociales y económicas entre hombres y mujeres. ¿Sabían que, con un curriculum idéntico, la probabilidad de que una mujer realice una entrevista de trabajo es un 30% inferior a la de un hombre? Pues así es. Y, cuando obtienen un empleo, los salarios muestran una de las diferencias más extremas a nivel internacional. Apenas veinte naciones -obviamente, tercermundistas- nos superan en esta discriminación salarial. Vergonzoso.

En el mantenimiento de los planteamientos sexistas, algo tendrá que ver la constante confrontación y la confusión ideológica que acompañan al problema. La defensa de los derechos humanos -en este caso, los propios de las mujeres- precisa de un sosiego imposible de alcanzar cuando se convierte en arma arrojadiza de batallas políticas. Ese es el mal que nos aqueja, desde el retrógrado negacionismo de la extrema derecha hasta el feminismo excluyente de los sectores más radicales. Demasiada confrontación y un considerable exceso de demagogia. En fin, que uno empieza a hartarse de feminazis y machirulos, que tan malo es un extremo como el otro. ¡Ay, si Freud levantara la cabeza!

Ejemplos de esta inútil hostilidad tenemos a raudales. Es evidente que la conflictividad social que genera el autobús de Hazteoír o las propuestas de Vox, difícilmente ayuda a encontrar soluciones. No deberíamos aceptar que, bajo el paraguas de la libertad de opinión, se permita igualar la violencia machista a la que pudieran cometer las mujeres hacia los hombres, como argumentan desde ese bando. Discutir el uso de los términos, sin entrar al fondo de la cuestión, es una banalidad que solo encona más la situación. ¿Qué más da que le llamen violencia doméstica o violencia de género, cuando la lacra sigue existiendo? ¿Tienen alguna solución para disminuir las desigualdades entre hombres y mujeres o, por el contrario, solo pretenden elevar la tensión? A buen seguro, el objetivo es este último.

Pero si el discurso de la extrema derecha es ciertamente peligroso, otro tanto ocurre con el feminismo más radical, habitualmente asociado a las ideologías de izquierda. Tampoco parece que su método esté siendo efectivo, por mucho que recurran a la vieja proclama de «la calle es mía» que popularizara el mismísimo Manuel Fraga. Uno se pregunta hasta qué punto puede existir un efecto «boomerang» que incida negativamente en la todavía sexista primacía de los jóvenes españoles. Cuestión de hacer algo de autocrítica.

Visto como está el patio, debería preocuparnos seriamente que una mayoría de jóvenes sigan defendiendo posturas sexistas. Puesto que los resultados brillan por su ausencia, es obligado preguntarse si se ha trabajado con un método adecuado a la realidad que caracteriza a la sociedad española. No parece que el recurso al propagandismo y a las campañas que pretenden visibilizar las desigualdades, hayan sido eficaces entre la población más joven. Cuando más de la mitad de las adolescentes y jóvenes españolas declaran haber sufrido algún tipo de discriminación, da la impresión de que el cambio estructural aún está lejos de alcanzarse. Y eso que se trata de una equidad obligada.

Pues eso, más actos y menos palabras.

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